18 de febrero de 2014

Estocolmo




André Loja - La demencia y otras capitales.

Estocolmo

Los ojos verdes sonríen y brillan un instante antes de desvanecerse en la quietud radiante que se intuye tras la trampilla. Un día nuevo inaugurado por la mirada que estrenó el de ayer. El mismo reflejo vidrioso que ha creado todas las mañanas hasta hoy. Indicio único que permite a su angustia confinada rascar otra cruz en el calendario. Un día más. Son ciento veintiséis. Catorce de junio. Otras veinticuatro horas: Ojos verdes. 

La falta de razones ha transformado la atmósfera de sus cuatro metros cuadrados de existencia en un éter irrespirable; la ausencia de excusas congruentes que justifiquen su reclusión en el breve espacio: cuatro lóbregas paredes. Un camastro. La humedad. No aguarda el bálsamo de una explicación que posibilite el fin del cautiverio. Ya no. Lo hizo antes: con gritos. Suplicando una aclaración. Llorando. Pateando el suelo. Quebrando sus nudillos contra las paredes. No tengo dinero. No soy nadie. Una explicación. Desgarrando el alma y la garganta por recibir las palabras que vertieran un poco de luz sobre la paranoia. ¿Por qué estoy aquí? Nunca las hubo. La resignación pide turno tras la ira: Uno, dos, tres pasos, y la humedad. Media vuelta. Silencio:                                                               El mismo aturdido silencio que proyecta su cabeza hacia razonamientos sin sentido: frenéticos al principio, desesperados, incontenidos, y poco a poco aplacados, desbravados, serenos finalmente. Enajenados. Nada tiene sentido. Silencio. Cuatro paredes. La humedad.

El desnudo fulgor de una bombilla titila a todas horas. No llega a ser luz; una tenue tiniebla que le permite adivinar el espacio donde se pudre. Las paredes impregnadas del vaho negruzco de su propia transpiración. El orinal vacío sobre el gélido piso de tierra. El camastro en el que yace. Ya no es capaz de percibir el frío. Sabe que está ahí, calado, en el interior de sus huesos. Pero no lo siente ya: intenta en vano recordar como era el calor. De la humedad es consciente: puede oír como le devora los pulmones.  ¿Existió el calor alguna vez? Inconcebible. ¿Existió algo realmente? Aire, luz, hierba, agua… Sole, ¿existió cuando menos su olor? A trigo y a sol: sonrisa abierta. Sole y las niñas. Malú, Sandra. ¿Existieron? No se puede llorar por lo que no fue. Las niñas sí, por favor. Sorbe las lágrimas que vierte por ellas a cada hora. Su angustia se aplaca levemente, aferrado a la idea de que no existe sólo el espacio cerrado que lo rodea. Hay vida más allá de la trampilla. Teme olvidarlo.

De cuando en cuando succiona un poco del agua que le traen los ojos verdes. Apenas prueba bocado del plato recalentado. Se le ha encogido el estómago. Ha desaparecido. También el hambre. Uno, dos, tres pasos, y la humedad. Media vuelta. Silencio. Consigue dormitar durante algún tiempo. No importa cuánto. Para qué medir lo inconmensurable. Sueña que no existe, que nada existe. Estoy solo: Camastro. Orinal. Cuatro paredes. La Humedad. ¿Ojos verdes?

Silencio.

Silencio.

El silencio.


Sobre su cabeza el crick-crack del candado en la portezuela. Los ojos verdes sonríen y brillan un instante. Ciento veintisiete. Una vez más, desaparecen antes de que Sergio encuentre una manera de darles las gracias. 






11 de febrero de 2014

Grandes Éxitos



 
Joan Ladré - Pequeños fracasos de Barrio Marañón



GRANDES ÉXITOS

Cuando, no mucho tiempo después de habernos conocido, hubo perdido ya el brillo, el fulgor enérgico de una edad inexperta pero audaz; la osadía que se nutre de la falta de conocimientos y la frescura que acompaña a quien renuncia de manera consciente a los prejuicios; cuando sucedió eso, como digo, cuando por fin hubo llegado el día en que recapacitó sobre todo lo que había escrito y concluyó que, a pesar de su juventud, su tiempo había quedado atrás, que se había empapado demasiado ya de vida y música como para ser capaz de eludir esquemas y patrones predeterminados, que había dejado de reconocerse -porque ya no le correspondía- en la imprudente inocencia de sus antiguas aunque todavía recientes canciones, dejó entonces reposar con delicadeza el mástil de su Martin D-42 sobre el cuello de espuma que coronaba el atril en la esquina del salón y quedó allí por siempre la guitarra, a merced del silencio y el desuso. Fue tal la fuerza de su determinación que nadie osó jamás -tras aquel gesto cargado de un significado acatado con el mutismo incrédulo de casi todos- forzarlo a que la retomara para rasguear siquiera los anárquicos acordes de Suerte ajena o Let it go down there with him; y no supuso para él eso más que una solemne confirmación de la gratitud pública por haber sabido tomar la decisión correcta en el momento adecuado. Aunque eso, insisto, sucedió años después de que hubiese tenido yo la fortuna de haberme dado de bruces con aquel muchacho chiflado pero tierno que se ganó a las chicas del barrio el día que aprendió a vestir con melodías desgreñadas sus versos más trascendentes.

No es leve la cadena que me ata a tu canción, 
carga el lastre de ignorar que es sólo mía
y fue escrita con el óxido vertido por los dos.

Lo suyo eran los versos grandilocuentes, siempre cargados de un sentido que, debo confesarlo, me venía excesivamente holgado entonces. Es sólo hoy que al saborearlos me sobrecoge la entidad y el peso que han llegado a alcanzar; como si el tiempo hubiese querido otorgarles madurez; como si el poso apacible de los años transcurridos los hubiese dotado de una esencia de realidad y concreción que yo, en mi simpleza juvenil, no había sabido capturar. Y, sin embargo, aún sin saber muy bien de qué se hablaba en ellos o a quién o qué estaban dedicados, sus temas siempre me habían seducido. Como habían seducido a todos los demás; como hubieran cautivado a cualquiera que hubiese tenido la oportunidad de compartir aquellos momentos con nosotros.

Hay quién siempre ha sabido mantenerse a una distancia prudente de si mismo, viviendo de espaldas a sus propias creaciones, y siendo así, desde lo lejos, capaz de reinventarse a medida que las modas o el capital se lo han exigido: camaleones que han conseguido hacerse un hueco entre generaciones sucesivas. No son raros los especímenes de este tipo; lo extraño es que no acaben por resultar patéticos más temprano que tarde. Por el contrario, están los que se atreven a concebirse a sí mismos como artistas, como un uno inseparable de la obra que crean, identificándose de manera inflexible con ella, en un ejercicio de temeridad difícil de asumir, en el que una vez que el fruto deja de tener sentido -y excepcional es lo que no se diluye con el tiempo-, acaba por perderlo también la persona; no sólo como creador, sino también, hasta cierto punto, como ser humano. Ahí está el riesgo del artista, del de verdad, del que atiende a un compromiso y se entrega a él en cuerpo y alma, con honradez y de manera espontánea, sin ambages de ningún tipo y sin ser consciente en realidad de que lo que está concibiendo es arte; porque, al fin y al cabo, el mundo también está atestado de caricatos que sólo buscan comerciar con los vahos de una pretendida poesía. Sin saberlo y de la noche a la mañana, fue como Samuel Torre, Samu, El Muesli, se inventó a si mismo: de manera consecuente y con absoluta integridad, asumiendo la vastedad de su talento lírico y lo exiguo de sus dotes musicales; y de idéntica manera fue como se hizo desvanecer; con la misma rapidez con la que se disipan las modas, con la misma urgencia trastornada con la que se consume la adolescencia. Detrás quedaron dos docenas de canciones sublimes, quizá alguna más desterrada en algún cajón, cientos de poemas e ilustraciones vertidos desordenadamente en un par de volúmenes que pocos nos dignamos a comprar; y detrás dejó también la intangible frustración de no haber sabido llegar a dónde y a quién pretendía y, por supuesto, dejó el cabreo monumental de una compañía discográfica que había invertido demasiado tiempo y dinero como para no encajar a regañadientes aquel inesperado desplante de su potro ganador.

Fue una época bulliciosa aquella otra en la que todos habíamos querido ser quienes no éramos. Ídolos a los que seguir abundaban, y lo que para nosotros era mejor -o peor, tal vez- era que estaban demasiado al alcance de la mano: Jano el Bala, Martín Céspedes, Agnus Magnus, Las Benz… todos ellos vecinos y propietarios de algo que, por aquel entonces se nos antojaba el colmo de la apoteosis: una popularidad que trascendía el barrio y alcanzaba los confines de la ciudad. No eran más que las callejeras estrellas sin talento de una capital de provincia olvidada hacía tiempo y, sin embargo, no hubo noche de jueves que no intentásemos nosotros, como muchos otros mocosos con acné, colarnos en la Sala Concert, en "el avispero", para reventarnos los huesos abalanzándonos unos contra otros al ritmo punk de la Stratocaster de Jano. No tengo ni idea de qué habrá sido de él, de qué habrá sido de todos ellos. Porque, al fin y al cabo, de toda aquella pléyade de excéntricos y exhibicionistas, de aquella panda de chulos y pretenciosos, fuimos nosotros los únicos que supimos juntar unos cuantos acordes mágicos, los únicos que nos enseñamos recíprocamente a expresar la rabia y el descontento, los únicos, en definitiva, que conseguimos construir un agujero en la podrida realidad de aquel barrio de mierda y se nos permitió colarnos para llegar a ser alguien en la industria. Únicamente nosotros tres: El Muesli, Lemon Robert y yo mismo; el trío de ases; qué tres patas para un banco. Pero eso fueron tiempos.


A Lemon no volví a verlo desde los días en que dejó a Raquel y se subió al caballo. Cuando la prensa anunció su aparición en una fría calleja de Barrio Marañón, con la jeringa todavía a media asta, fueron pocas lágrimas las derramadas. Se había llorado ya demasiadas veces por él como para que la cruda realidad se creyera con derecho a brindarnos la oportunidad de una nueva emoción. Aún así, a pesar de mis públicos desencuentros con él y de la frialdad de nuestra relación reciente, no quise dejar de asistir a su funeral; aún siendo consciente de que acudiría la prensa y de que acabaría robando una atención que no deseaba ni merecía. Sabiendo incluso que me arriesgaba a algún encuentro especialmente incómodo: Raquel era un réquiem que se había oficiado mucho antes y sobre el que tampoco quedaban ya lágrimas por enjugar; asuntos de otros tiempos, emociones de otra naturaleza. Canciones para olvidar. Así que me presenté igualmente. Y volví a darme de bruces con quien no esperaba; con aquel cuya figura había ocupado el único lugar que hubo pretendido: el más oscuro de los olvidos. Reconocí enseguida su encorvada silueta reclinada sobre una columna y me sorprendí musitando "no es leve la cadena…".  Me dedicó una sonrisa antigua, la de hacía años, y me abrazó sin demasiada fuerza. Ya sólo quedas tú, me dijo. Me encogí de hombros mientras busqué en el fondo de sus ojos alguna pequeña señal de envidia o arrepentimiento. Pero no encontré allí nada más que el leve brillo acuoso de la felicidad. Me habéis dejado solo y eso es algo que no podré perdonar fácilmente. No hicieron falta más palabras entre nosotros. Permanecimos allí todavía durante unos minutos, de pie, callados, resguardados bajo mi paraguas, mirando hacia la nada. Ambos conscientes de quién era quién: el artista y el camaleón.

4 de febrero de 2014

El Otro Nombre







Lea Jordan. - La desintegración y otras nanas. 


EL OTRO NOMBRE

De haber sido mi nombre y no el suyo el que ella pronunciase, probablemente no me habría inmutado; es seguro que si así hubiese sido, habría yo permanecido acurrucada y aletargada, la fantasía del sueño todavía prisionera de la secreta recurrencia de noches pasadas; pero el noctámbulo murmullo no trajo el mío, sino el nombre de su padre y, de manera un tanto incoherente, fue eso lo que consiguió devolverme por un momento a la espesa realidad de la habitación; la cabeza pesada y la consciencia aturdida por el incordio, la lucidez imprescindible únicamente para alcanzar a distinguir las sombras y los perfiles, a reconocer los espacios de la alcoba; la lámpara reclinada sobre la mesilla y el coche que dibuja una araña de luz en la pared al circular bajo la asfaltada nocturnidad de la avenida, el agrio aroma del techo recién encalado, la agradable calidez del pecho de Raúl reposado sobre mi espalda. Regreso a mi misma, sobre la cama, y pienso que en realidad tampoco es un nombre lo que se acaba de escuchar, eso lo discurro no enseguida, sino a medida que voy desasiéndome del aletargamiento, la morosa languidez que produce la benzodiazepina; lo que se cuela en nuestra habitación, como un hilo después de serpentear entre los ecos oscuros del pasillo, es una voz que reclama a su padre; Papá, Papi, ven; no es una voz alarmada: la que te arranca de la cama de un salto cuando es ella, la niña, la que se ve acosada por las agonías del sueño; el dragón verdusco y dentado que la acorrala, la culpabilidad que la devora por las tareas no realizadas, la inocente mentira que carcome la cándida conciencia infantil. Los abrazos, las caricias; la mejilla en la frente; el sudor frío que se torna tibio con el calor del beso y el aliento aterciopelado que la devuelve lentamente a la somnolencia. Y esta vez era la voz de la niña, pero no llegaba empapada de la gélida exudación que nace de la desesperación de verse sola; esta vez reclama tan solo la presencia de su padre; no pide nada concreto más allá de su comparecencia y es una voz sin matices, que se adentra en nuestra habitación desacompañada de los desvelos de la pesadilla; por eso supongo que no es más que sed lo que la ha despertado -tendrá la garganta seca- y lo único que necesita es un vaso de agua. Sin embargo, creo que es extraño que haya llamado a su padre y no a mi para eso; pese a estar de acuerdo conmigo misma, me reprocho mentalmente haber manejado el razonamiento de que debemos ser las madres las importunadas en estas ocasiones. Tal vez fuese así antes, cuando las hijas teníamos sólo madres y no peluqueras, médicos o ingenieras; tal vez hubiese sido así yo con mi propia madre, quién ya había renegado de su destino -de profesión sus labores-, pero intento recordar y no lo consigo; ignoro por quién llamaba yo, cuando era pequeña, en las noches en que me oprimían la sed o las pesadillas, de las que sí guardo, sin embargo, perfecta memoria: la criatura viscosa y ciega que me hiela los nervios al envolverme en su hálito azulado y acre. Y aunque no visualizo a quién nombré, o si llegué en verdad a nombrar alguna vez a alguien, sé perfectamente que si lo hice no debió ser a mi padre en ocasión alguna. Mamá, mami, ven. Quizá porque el sueño de los papás que trabajan y vuelven agotados -nena, deja ya de hacer ruido- es más profundo e incierto o porque se prefiere el beso cálido y amable de una dermis de mujer al tosco rasguño de una barba incipiente ya en la madrugada. Este argumento me hace pensar que tal vez la niña simplemente ha olvidado contarle algo a Raúl: la tarea bien realizada que recibió los elogios del maestro, la mirada desacostumbrada de ese chico rubio del comedor por el que suspira, la nueva palabra aprendida en inglés; cualquier cosa que había acordado interiormente comentar a su padre durante la cena y que dejó de hacer por estar más pendiente de la televisión que de lo importante. Ha transcurrido un tiempo indeterminable antes de que me de cuenta de que Raúl no se ha movido y de que en la habitación contigua tampoco ha vuelto a oírse a la nena. Sin embargo estoy completamente segura de que la llamada se ha producido; ¿o no? ¿es posible que haya sonado sólo en el interior de mi cabeza? A veces sucede que las voces de los sueños adquieren cuerpo y nos es imposible distinguir su solidez de las que nos llegan en vigilia; pero, qué sentido tiene que la imagine llamando a su padre. Papá. Papi, ven. Y entonces en la unísona resonancia que aturde mi imaginación se despierta Raúl y se incorpora de un salto: -La niña llama. 

Intuyo que sí, que hubiese reincidido yo en la cautiva ansiedad de mis sueños, de haber sido mi nombre el que la niña pronunciase. Sin embargo, y pese a haberme despertado, no he movido un sólo músculo y he permitido que sea Raúl quién se levante y, semidesnudo, acuda a su habitación. El sordo repiqueteo de sus pies descalzos alejándose sobre el parqué del pasillo me empuja de nuevo al distraído desvarío del diazepan: sobre el suelo mi ropa interior. Y aunque, a los pies de la cama, distingo perfectamente que es la sombra de mis bragas lo que sobresale de la maraña de prendas que yacen desordenadas en el suelo, no puedo evitar, en las tinieblas de la habitación, imaginar en ellas un rostro. Me sucede con frecuencia -supongo que no es algo que me sucede a mi sola- que la falta de perspectiva, o tal vez la toma de otra distinta a la habitual, me hacen intuir rasgos faciales en los objetos: La cara de Charlot que me acompaña cada mañana en la ducha observándome desde las arrugas acrisoladas de la mampara o La grieta casual en el azulejo de la cocina que me ofrece la imagen nítida del único Beethoven que todos reconoceríamos. La ropa interior, toda la ropa en verdad, reposa caóticamente sobre la alfombra como la prueba irrefutable de que fue la lujuria y no el sueño lo que nos tendió sobre la cama anoche -cuidado, la niña aún acaba de dormirse- y desde allí mismo me observa ahora la tez cariacontecida de Ezra Pound. Y no sé si alguna vez he llegado a conocer cómo es la cara del poeta americano. Posiblemente no. O tal vez sí haya tenido alguna vez la oportunidad de ver su rostro; quizás en algún documental televisivo sobre la generación perdida o sobre la que quiera que haya sido la generación a la que perteneció; lo ignoro. Puede ser que alguna vez la haya visto, soy incapaz de recordarlo; de lo que no me cabe duda es de que aunque son mis bragas lo que me observa desde el montículo irreverente que forman mis pantalones, quién lo hace en verdad es la demencia fingida que se esconde tras los ojos de Pound; sea como sea su cara; como quiera que hubieran sido alguna vez su rostro y sus ojos, antes de morir en Venecia, acusado de traición por su propios paisanos. La ropa interior: - ¡Mejor esto que los zapatos! exclamó Raúl al arrancarme la blusa anoche. Dinero mejor empleado, sí. El conjunto de encaje morado; ahora el rostro inventado de un poeta maldito. Y han pasado unos segundos y no escucho nada al otro lado. No he llegado a escuchar a Raúl pronunciar palabra alguna, quizá porque no lo ha hecho; porque no lo habrá necesitado; se habrá encontrado a la niña adormilada y estará tendido sobre la mínima cama, a su lado, en el silencio opaco de la habitación, aguardando a que caiga ella atrapada en un nuevo sueño y así poder volver a mi lado, al hueco sereno y tibio que ha dejado sobre nuestro colchón. Sin girar la cabeza, echo mi mano hacia su lugar en la cama y en mis dedos puedo percibir todavía su ausencia sobre las sábanas; la humedad y el aroma a sudor reciente, mezcla de nuestros perfumes amalgamados, apestan, en realidad, a noche de viernes y a sexo desabrido. Le guiño un ojo a Pound: mejor esto que los zapatos, ¿no? Entonces, sobre el eco metálico del silencio, desde la habitación de al lado, resuena un chasquido seco; un crujido repentino que me eriza el vello de la nuca; sé que no es Raúl quién lo ha producido; Es más que una intuición, una certeza, y aún así mis labios se aventuran a pronunciar su nombre: -¡Raúl!, mi voz suena ajena y encogida, sin resonancia; es cierto que sé que el ruido no le pertenece a él, y es cierto también que no pretendo una respuesta; que efectivamente se resiste a llegar; que no llega nunca; que no espero ya. Querría levantarme y comprobar que todo está en orden; sería lo lógico: constatar que está Raúl con la niña; y que el estruendo ha sido solamente un juguete que se cae, un muñeco que resbala; pero  me lo impide la certeza de saber que no es así, y que no encontraré a Raúl, no encontraré a la niña. Intento moverme, solo procuro un movimiento leve, un simple giro de cabeza, pero los músculos no responden: el espanto o tal vez el aturdimiento de las pastillas; así que miro fijamente dentro de la mirada furibunda de Pound; y siento como la agitación de mis latidos golpea mis propios ojos; que ya no se quieren cerrar, que ya no pueden hacerlo, a pesar de todo. Ojos y oídos abiertos al espeluznante sosiego que inunda ahora las tinieblas de la habitación. Y aunque no se oye nada, salvo mis propias palpitaciones, sé que será por poco tiempo: un segundo, dos, imposible determinarlo y el roce de unas pisadas que se acercan por el pasillo toma forma, un siseo lejano al principio, un ronquido enojado ya; y el lamento alarmado de la bisagra al abrirse la puerta de la habitación. -¡Raúl! ¿Eres tú? La pregunta es estúpida y no obtiene respuesta. Silencio. Sigo sin poder girarme y de mi garganta no brota el aullido que suplico. Un nuevo silencio, un eterno silencio, silencio que no llega a un segundo, una milésima de segundo apenas de silencio. Noto el peso nuevo sobre la cama que hace temblar mi propio cuerpo y, ahora si, percibo el hálito azulado y acre que me envuelve. Busco con la vista a Pound, que ha ocultado su mirada detrás de las otras prendas y de la remota subconsciencia de mi propia garganta surge entonces un aullido que no me cuesta reconocer: Papá, papi, ven.



27 de enero de 2014

Para siempre







Leo Randja - De la amistad y el Odio


Para siempre



- …La medida de nuestra pobreza es que hayamos podido llegar a echarlos de menos. A los amigos me refiero, claro. Me sigues, ¿no? Hablo de eso de que quien tiene un amigo tiene un tesoro. La frasecita que todo el mundo conoce. En eso estamos de acuerdo, creo yo; en que es conocida por todos, digo. Bueno, pues fíjate que no es una sentencia a la que yo me aferre de manera categórica. Y no es que sea yo un cínico, no creas, pero lo que tampoco quiero es que nadie me tome por un incauto. Eso nunca. Porque amigos los hay de muchos tipos. Siempre que tomemos la palabra en un sentido amplio, eso de entrada. Y, mira, no tengo yo ahora el cuerpo con ánimos de jerarquizarlos, estratificarlos o categorizarlos. Nunca ha sido esa la naturaleza de mi carácter. Quiero decir con esto que no me gusta reducir al absurdo a las personas. No a todas, al menos. Me parece impropio, y más si es en relación a estos temas tan delicados. La amistad –creo yo- es uno de los conceptos más quebradizos que existen. Por eso me cuido yo de cuidar las mías. Valga la redundancia. Pero, claro, tú eso ya lo sabes, puesto que eres mi amigo. Desde luego, es bien cierto que, si nos faltasen escrúpulos o anduviésemos escasitos de pudor, podríamos llegar a elaborar una escala. Una gradación, no sé si me entiendes. ¿Me entiendes? Claro que sí, ¿no? Yo sé de quién la haría bien a gusto –si no la ha hecho ya-. Poniendo nombres, incluso. Bonito no es, desde luego. Ni para ir enseñándola orgulloso por ahí; pero podría llegar a serte útil, no vayas a creer. Hombre, tampoco quiero que pienses ahora que te cuento esto con el ánimo de hacerme el interesante, o para dar pie a que me insistas en cuáles serían las categorías que yo establecería. Para nada. Pero vamos, que si realmente te interesa... ¿te lo explico? A ver, qué te digo yo, por ejemplo, tú imagina un papel en blanco; lo tienes, ¿no? Bien, trazaríamos entonces –intenta hacerlo mentalmente- una línea horizontal en el margen superior: “Amigos del alma”. Subrayamos. Yo lo escribiría en color rojo… No, en dorado mejor: llamativo pero solemne; nos gusta que resalten pero también queremos tratarlos con el respeto que merecen. Bajo esta línea escribes los nombres de las personas que consideras dignas de tal calificativo. Ojo, uno o dos nombres es suficiente ahí. Tres sería admisible, pero poco aconsejable. A partir de cuatro quedaría patente que no has entendido el concepto. ¿Por qué no lo has comprendido? Respóndeme antes a esto: ¿Qué es un amigo del alma?, ¿Cuántos amigos caben en un alma? ¿Qué es el alma? No me mires así; Pueden parecer absurdas, pero no es nada fácil dar respuesta a estas cuestiones, porque, para ello, antes deberíamos haber alcanzado a comprender cuál es la auténtica naturaleza de las relaciones entre humanos. No de todas. Quiero decir: no de todos los tipos. Porque hay muchas clases de relaciones humanas. ¿Muchas, muchas? No, vale, ahí exagero, es cierto. Concretamente -y que conste que, para mi gusto, estoy sintetizándolo todo demasiado- digamos que existen cuatro clases de relaciones entre las personas. Por razones obvias, no escucharás de mi boca en toda tu vida una expresión tan poco apropiada como "personas humanas". Eso jamás; "relaciones entre las personas", o "relaciones personales" si lo prefieres. Si algo me revienta son las redundancias repetitivas e innecesarias. Y repetitivas. Bueno, a lo que iba: Podríamos decir, entonces, que en el primer lugar de los tipos de relaciones personales se situarían las sentimentales. Pero, ¿y por qué en primer lugar? Pues, verás, las coloco yo ahí por ser las más intensas. De eso creo que no cabe duda. Intensas y apasionadas. Cuando lo son; que no siempre. Porque tampoco es raro que dejen de serlo. Lo que no es descabellado es cuestionarse el porqué de situarlas de primeras, porque -y ahí le duele-, ¿son acaso las más necesarias? Ah, pues qué quieres que te diga yo. Si alguien me pidiera una opinión analítica –y no se me ocurre quién podría pedirlo-, sostendría yo que no. Sí, sí, he dicho que no. Que no son las más necesarias. ¿Que me ganaría algún enemigo –o enemiga, más bien-?, eso es seguro. Pero, en fin, todos sabemos de quién ha vivido toda su vida sin practicar este tipo de concomitancia. Y felices que han sido. No digo yo que todos, pero sí algunos, al menos. O eso se han empeñado en contarnos a los adictos. En definitiva, que la complejidad de este tipo de relaciones queda lejos del alcance de nuestra charla y también, eso no me lo puedes negar, del entendimiento de cualquiera con dos dedos de frente. O del sexo masculino, que no quiero yo decir con esto que tenga una cosa que ver con la otra. En fin... La particularidad del segundo tipo de relaciones, las familiares, no es que sean necesarias -que lo son, obviamente: Una madre es una madre. Y sin ellas, ya me dirás tú... - sino que su sino es ser obligatorias. ¿Mala cosa? No "per se". Latín no dominas, ¿no? Vamos, que no es una mala cosa "en si misma"; eso es lo que significa el latinajo. Pero sí, es innegable, que esa perentoriedad viene a colocarnos en una situación bastante delicada: Estamos destinados a lidiar con ellas. Nos es forzoso. Preceptivo. Ineludible. En suma: imperativo. Por narices, vamos. Y además de por vida, lo cual es peor. No cabe decir: me tienes harto, ya no eres mi primo. A ver, no cabe, no cabe… poder, puede decirse. Más de uno lo habrá hecho ya, seguro. Dependerá mucho de los primos que te hayan tocado en suerte, que yo a los tuyos no tengo el gusto. Pero aún así, por muy alto y claro que llegues a pronunciarlo, seguirá siendo el hijo de tus tíos por siempre jamás y, qué te digo yo… que podrás evitar las reuniones familiares o rehusar asistir a las bodas, pero ¿dejará por ello de ser el sobrino de tus padres –y por ende, tu primo-? Rotundamente no. Las relaciones familiares son obligatorias y -hazme caso- ya sean satisfactorias o perniciosas, lo que es seguro es que no son perecederas. Hombre, también es cierto que hay que distinguir entre afinidad y consanguinidad. Vamos, entre la familia-familia-como-dios-manda y la familia política. Porque no irás tú a decirme que son lo mismo. O parecido. Que te digo yo que hay quién lo confunde, que en el mundo hay de todo. Y no seré yo quién se emperre en argumentar que no pueda uno llegar a llevarse mejor con su cuñado que con su primo. Podría darse el caso, sí. ¿Difícil es? vale ¿muy complicado? sí, señor. ¿Pero posible? Desde luego. Ahora, usemos la imaginación: si eso sucediera y no fuera fingimiento -la sospecha siempre flotará en el aire- será porque la relación ha trascendido lo familiar y se ha convertido en amistad. Con lo cual, su análisis llegará más tarde: con la cuarta categoría. Que es la que nos interesa y en la que me centraré con un poquito más de detenimiento. Pero antes nos queda el último tipo: las relaciones laborales. Y aquí, mira... aquí sí que la cosa es difícil. Porque este tipo de relaciones son cuasi-obligatorias, cuasi-imperecederas -Dios me oiga- y por encima hay que tratarlas durante cuasi cuarenta horas semanales -y digo "cuasi" porque al café salimos todos-. Y dile tú “ya no eres mi compañero de trabajo”. De la risa se muere el tipo. Y es que tiene su enjundia el asunto. Si dispusiéramos de tiempo suficiente –que no es el caso- me atrevería a extenderme sobre las diferencias que implica el que se produzcan en sentido vertical u horizontal. Para que me entiendas: que no es lo mismo torear a un jefe o un subordinado que a un colega. Más claro agua. Pero, escucha, no quiero darte más la paliza con esto; que bastante te la he dado ya. Tú aguanta un rato que ya vamos entrando en materia. Te decía yo que no sabrías responderme a la cuestión de qué es un amigo del alma porque para ello deberíamos haber alcanzado a comprender antes cuál es la auténtica naturaleza de las relaciones entre humanos. Cierto. Manifiesto. Absolutamente obvio y palmario. Siempre que entiendas que a las relaciones de amistad me refería. Y perdona que me haya ido un tanto por los cerros de Úbeda, Jaén, capital de la comarca de La Loma; pero es que todo tiene su sentido. Es algo muy propio de mi familia, o eso se comenta, esto de los circunloquios. Atavismos: A otras familias les da por la hípica, las matemáticas o la poesía del siglo XIX. Nosotros somos muy de circunloquios. Herencia paterna, imagino: el bisabuelo Saturno era dentista. Ya me entiendes; La anestesia de las palabras. Pero me centro ahora. Tú eres amigo y no quiero perderte. Te decía que todo tiene su sentido porque las relaciones de amistad son completamente distintas a todas las anteriores: son absolutamente necesarias, intrínsecamente delicadas y frágilmente perecederas, pero, sobre todo, si hay un elemento que las diferencia de las demás es que son íntimamente voluntarias. Y ahí es donde está –a mi entender- el quid de la cuestión: en que son VO-LUN-TA-RIAS. Esas cuatro sílabas –sí, parecen pocas pero no hay más. Ten en cuenta el diptongo- son lo que sitúan a este tipo de relación en una perspectiva completamente diferente a las otras. Uno elige –o debería hacerlo- a sus amistades. Y en el pretexto que impulse dicha voluntariedad subyacerá el espíritu que imbuya la naturaleza de esa relación. Tan sencillo como esa frase. Aunque no hará falta, me explico: ¿Qué fuerza nos empuja a querer ser amigos de alguien en particular? ¿Qué fuerza empuja a los demás a querer ser nuestros amigos? Pues, opino yo que a cada una vendrá alimentada por una necesidad distinta, al igual que los distintos menesteres que nos puedan acuciar a nosotros al respecto. Amigo, el hombre es un ser social. Un animal de manada. La imagen de uno mismo la concretamos en referencia al espejo emocional de nuestras relaciones con el entorno y muy particularmente observándonos en nuestras amistades. Sólo somos lo que los demás perciben qué somos. No es absurdo esto. O sí. La verdad es que bien pensado es terriblemente absurdo. Porque acaso no te sucede a tí que tienes la impresión de que se te percibe erróneamente y que en tu interior eres completamente diferente a la imagen que ofreces. Pero, ¿es así? ¿seguro? No, mira, es que parece un poco egoísta pero en el fondo es buena persona. ¿en el fondo? ¿qué es eso del fondo? ¿insinúas que cuando está rascándose el ombligo en su casa es buena persona? ¿es eso el fondo? Vamos, no me j.. fastidies. Perdona que se me vaya la lengua. El fondo, a esos niveles, no existe. Si te comportas como un hijoputa egoísta será porque lo eres y punto. Y lo eres porque los demás lo perciben. ¿o no? Por muy convencido que tú estés en que estás hecho de otra pasta o por mucho que en tu interior estés dispuesto a salvar a todos los cetáceos del mundo o a dar cobijo a los innumerables perros y gatos abandonados de la comarca; en el fondo –ahora sí- lo único que eres es un ególatra de mierda. Y quién dice egoísta, dice idiota, desagradecido, inculto, tarado, dubitativo, nervioso o cualquier otro rasgo que nos pueda definir como humanos. El pudor es lo que hace que, con carácter general, tratemos de evitar que salgan a la vista estas miserias humanas que no dejan de ser –en una medida o en otra- comunes a todos nosotros. Todos somos un poco ególatras, al fin y al cabo, qué duda cabe. Pero si nos rodeamos de amigos y tenemos la inteligencia emocional suficientemente desarrollada, controlada y equilibrada, como para ofrecerles a ellos una imagen de desinterés y entrega, podremos llegar a tener una percepción íntima que nos satisfaga y no nos hará falta rascarnos el ombligo "en el fondo". Sí señor: Que nos pasamos la vida actuando, en resumen. Es así, créeme. Pero lo bueno es que tenemos la opción de elegir el público. Y aquí iba yo. Uno debe saber jugar su rol en la manada. Eso se aprende con el tiempo. Desde pequeñito va uno buscando su lugar en el grupo a medida que van surgiendo las correlaciones. Te vas sintiendo cómodo en tu papel, forjando la personalidad, en definitiva. Eso con respecto a las amistades. Porque uno puede ser de una manera con su familia, de otra con los amigos y de otra distinta en el trabajo... En fin, todo dependerá de tus habilidades interpretativas o de tu inercia. Porque también hay -el mundo es variopinto- quien se deja arrastrar por la inercia y actúa siempre del mismo modo con independencia del contexto en que se vea envuelto. Personalidad muy acusada, mantienen algunos; dificultad de adaptación, dirán otros; vagancia, es lo que creo yo. Total, que otra vez me he ido por las ramas. No sé cómo me aguantas. La amistad es lo que tiene, a veces hay que aguantar. Y se aguanta, ¿a qué si? Bien a gusto; para eso están los amigos. Pero vuelvo adonde estaba: Quería hacer yo hincapié en el hecho de que a la hora de buscar las amistades nos mueve una necesidad, un impulso. Llevado al extremo del absurdo, cuando uno se acerca a ti lo único que busca es su propio equilibrio. Ese es el impulso. Buscamos sostenernos. Debes saber que a partir del momento en que fragüe el vínculo, serás una referencia que le sirva a él o ella para colocarse en el mundo. En su mundo. Y él, de manera inconsciente, se convertirá también -pues las relaciones son bidireccionales- en un punto sobre el que medir la perspectiva de tu propia existencia, obviamente. Y cómo se consigue ese equilibrio, te preguntarás. Digo yo que te lo preguntarás, porque no creo -me parece imposible- que hayas entendido ni jota del trasfondo de mi disquisición. Que no quiero llamarte lerdo con esto; sino que sé bien que la cosa no es fácil, y no soy yo el mejor orador. Pues ahí está el tema. ¿Qué equilibrio busca alguien al acercarse a mi? El que necesite, ni más ni menos. Lógicamente todo esto es perfectamente inconsciente. Sucede así, de manera natural. Pero no hay nadie, puedes creerme, absolutamente nadie en el universo que escape a ello. Y lo que necesite de ti pueden ser muchas cosas, tantas como categorías tendrás tú en tu lista. Puede que únicamente necesite admirarte. Cuídate mucho de la adulación. Es perniciosa y malsana y con frecuencia deriva en desequilibrio precisamente. Aunque lo más habitual -estos son mayoría- es que precisen que los admires tú a ellos. La admiración de los demás produce mucho equilibrio, ¿no te jode?, alimenta el ego, pero no es buena en términos de amistad. Jamás lo fue. Salvo que sea recíproca. Eso sí. Ahí puedes tener a un amigo del alma. Tal vez, -esto sucede mucho- simplemente quiera mirarte un poco por encima del hombro. Tenerte ahí, siempre un escalón por debajo. Algo que lo colocará a él en un lugar cómodo. Serás un amigo digno, puesto que estás casi a su altura, digamos. No alguien para admirar, como de los que te hablaba antes. Sino un colega que siempre estará un poquito por debajo. Mucho cuidado con estos: Si osas romper la balanza generarás conflicto. Pero, hazme caso, se debe forzar con delicadeza pero con constancia. Si lo resiste y no se desquicia podrá llegar a ser un buen amigo algún día. Si se desquicia puedes llegar a conseguir un cabronazo competitivo, así que es mejor que midas bien. La competitividad hay que saber gestionarla porque deriva con frecuencia en enemistad. Hay también amigos vampiros que lo único que buscan es consumir tus energías de cualquier manera posible. Estas relaciones -no merecen el término "amigo"- debes evitarlas siempre. Pero, ya sabes, a veces no queda más remedio que tenerlos ahí, puesto que forman parte de la manada aunque nadie sabe todavía porqué. Con estos las cosas muy claras. Desde el principio; hay que evitar la mordida como sea. Otros hay que necesitan envidiarte. Necesitan sentirse no un escalón por encima, sino a mil millones de kilómetros de distancia de ti. Infinitamente mejores. Cualquier cosa buena que te suceda a ti considerarán que no la merecías tú sino ellos. Las envidias son lo peor: rompe por lo sano. En resumen que hay de todo: existe quién busca a un afín con el que compartir sus cosas y también los que buscan a un complementario que les confiera un sentimiento de integridad, quién busca tu amistad como medio de darle prestigio; o simplemente para sacar algo de provecho; por supuesto los hay que sólo quieren pasárselo bien; los que necesitan un apoyo como sea; los que necesitan apoyar como sea; los que necesitan dinero; los que necesitan fardar… De todo. Las categorías las pones tú. Tú sabrás de quién te rodeas. Salvo una. Subrayada y en dorado: El amigo del alma. Y ahora que te he explicado todo esto, deberías ser capaz de entender por ti mismo el porqué de no poner más de dos o tres en esta categoría, ¿qué crees tú?

- Señor, menuda tabarra, ¡que yo sólo quiero un pitillo!

- Sinceridad y congruencia lo primero, por favor. Lo que tú me has dicho exactamente es: "Hey, amigo, ¿tienes un 'sigarrito' por ahí?". Con lo del tabaco voy después, ahora sólo trato de que quede claro el alcance del primer término. Te decía yo que la medida de nuestra pobreza es que hayamos podido llegar a echarlos de menos...









20 de enero de 2014

Demasiadas Mañanas




...pero cuando se haga completamente de noche
los perros callarán
y el silencio de la noche quedará destrozado
por todo el ruido que hay en mi cabeza
porque nos separan miles de kilómetros
y demasiadas mañanas.

Bob Dylan - "One too many mornings"






Jan O'Lader - "Subterranean Homesick y otros delirios"



DEMASIADAS MAÑANAS

El olor a coles hervidas lo invade todo. Siempre ha sido así en el edificio, y pese a todo, a pesar de la costumbre, o por muy dilatado que sea el espacio de tiempo que permanezca uno dentro, es imposible no ser consciente del hedor ácido y fermentado que flota en el aire, impregnando cada hueco y llegando hasta el último de los rincones. Sin embargo, Eusebio, sentado al lado de la ventana, es completamente ajeno a él; la salitre le devoró el olfato hace tiempo. No se lamenta; No lo echa de menos. Más bien es al contrario; ignora las razones por las que habría de añorar un sentido al que nunca ha encontrado una utilidad clara y sí, por otro lado, obvias desventajas. Descansa sobre una butaca antigua y desvencijada en la que ha tomado la costumbre de apoltronarse las últimas semanas. Muebles, lámparas, cuadros, libros, ropa; nada hay nuevo en el piso. Ningún objeto es moderno o reciente. Sería difícil para él explicar esa afición por lo añejo; no es placer lo que le produce exactamente, sino una plácida mezcla de comodidad y despreocupación. Así que todo es vetusto allí, pero no antiguo; sino, más bien, trasnochado, ajado o rancio. No muy distinto a como él siente los cincuenta y ocho años que acaba de cumplir. De su arcaico tocadiscos emergen los nasales y desaliñados gorjeos de un Dylan todavía niño: otra vieja pasión, o tal vez la misma. A pesar de los años embarcado y de las resacas en puertos olvidados, Eusebio no entiende el inglés. Y sin embargo, la sonoridad de cada verso percute en su cerebro permitiéndole comprobar que los sonidos guardan el orden que siempre les ha correspondido: an de sailen nait uil xarer from de saunds insai mai main… Siempre ha considerado que no hace falta saber idiomas para presagiar lo que le duele al judío de Minessota. A su derecha, sobre el cristal, un arpegio desordenado de gotas de lluvia compite con la cadencia lastimosa de la guitarra. En sus manos, colosales y deformadas por las innumerables cicatrices y durezas, sostiene un periódico. Acaba de levantar la mirada de su primera página y sus pensamientos derivan más allá de los cristales; No llueve demasiado ahora, aunque la tarde ha estado muy inestable y se percibe claramente que las aceras están húmedas y resbaladizas. Un bullicioso grupo de adolescentes se refugia en el portal de enfrente con el ánimo excitado de las tardes de los viernes. Delante de ellos, sobre un gran charco en la calzada se reflejan las luces de su edificio y puede reconocer perfectamente su propia silueta reflejada sobre el espejo que ha formado el aguacero. En el piso de al lado se adivina luz también. Un automóvil al circular salpica a varios peatones provocando las risas y el barullo de la muchachada. Pero Eusebio no presta atención a la escena; en ai gueis bac tu destrit de saidguoc en de sain… Su mirada regresa a la portada del diario: El parlamento europeo ha decidido demorar la prohibición de la pesca de arrastre otros cuatro años. No hace mucho tiempo esa noticia le hubiese animado el día. Hoy, sin embargo, aunque se alegra por algunos compañeros (todavía vivos, todavía en activo, todavía amigos) a él, en el fondo, todo le da lo mismo. Aún así, no puede evitar continuar inmóvil, con el gris de sus pupilas perdido, de nuevo, tras el manto de lluvia que refresca una noche que aún empieza. Desde la Travesía de Vigo las ventanas no respiran la brisa del mar.

Haber perdido el olfato no le quita el sueño y, sin embargo, lo de los oídos es algo bien distinto. Es posible que al comienzo le hubiese sido imperceptible. El médico le asegura que tuvo que ser así: un hilillo minúsculo e inapreciable que fue creciendo poco a poco. Quizá llevaba algún tiempo ya dentro de su cabeza y no había disfrutado de la tranquilidad o la concentración necesaria para advertirlo. No decía él que no pudiera ser esa la verdad. Aunque, si tuviera que hacerlo, pondría la mano en el fuego por que no sucedió de esa manera. Claro que ahora le es imposible saberlo, porque la memoria no retiene las cosas que considera corrientes. Así que Eusebio no consigue recordar como era el ruido del interior de su cabeza cuando no oía nada. El sonido de sus pensamientos en la tranquilidad de la noche, por ejemplo. Quién se para a retener eso. Pero a él le parece que, sí, el silencio existía entonces o, al menos, que debió existir alguna vez. Confiando en el instinto, apostaría a que fue repentino. Que cuando surgió el ruido, fue el mismo día en que lo percibió claramente por primera vez: aquella tarde, tumbado en el sofá, mientras ignoraba de manera intencionada las noticias que vomitaba el televisor. De ese momento -El momento último en que pudo disfrutar de un poco de paz- es absolutamente consciente. Del momento en que nació el infierno, que fue el inmediatamente posterior, también. No existió, tal y como él lo percibió, una frontera temporal entre una cosa y la otra. Está uno perfectamente ahora y al momento siguiente llega el suplicio. Sin un paso o una aduana. No existe un período de transición, por breve que sea, en el que uno pueda asumir que no hay marcha atrás. Nadie le dijo: Amigo, disfruta de estos últimos diez minutos; serán los últimos de sosiego. Se acabó la tranquilidad: no volverás a saborear el silencio, el de verdad, en toda tu vida. El acúfeno -el pitido atronador que le zumba en el oído interno- llegó, sin síntomas previos, una tarde del pasado verano y dentro de su cabeza continúa; constante, inalterable, permanente, durante nueve meses ya. El médico le ha confirmado que allí seguirá muchos años. Tantos como viva él. Así que Eusebio, ahora, cuando lo necesita -que es casi siempre-, inventa una dimensión que sustituye al silencio. Pone en marcha el primitivo tocadiscos. Zimmerman -yur rait from yur said aim rait from main- hacía casi quince años que no cantaba para él.

Entre el estrépito del interior de su cabeza y los acordes que bostezan los altavoces, tarda un tiempo en distinguir unos chillidos que no corresponden ni a un lugar ni a otro. Son voces alteradas. No muy elevadas ni intensas, pero sí nerviosas y algo atropelladas. Curiosea a través de la ventana para comprobar si proceden de la calle. Los muchachos en el portal han dejado de alborotar y se arremolinan sobre el teléfono móvil de uno de ellos. Delante del grupo, reflejado sobre la superficie pulida del enorme charco, se intuye que en el piso contiguo al suyo se producen movimientos de gente. No distingue rostros ni figuras: le parece recordar que una pareja joven entra en ese piso cada tarde, pero no se atreve a jurarlo. Aunque es frecuente que salude a un par de ellos con los que se cruza en el portal, la realidad es que no conoce a ningún vecino. No sería capaz de reconocer a ninguno si lo viese en otro sitio que no fuese el edificio. Los ruidos cesan momentáneamente y Eusebio consigue volver a concentrarse por unos segundos en la nada, permitiendo que la música conquiste sus oídos y enmascare el enojoso chirrido que le atruena la mente. Deja caer la cabeza hacia atrás sobre el respaldo de la butaca y cierra los ojos. Aunque sabe que no se trata más que de una ilusión, por momentos tiene la impresión de que se concreta algo parecido al silencio. El fastidioso pitido, sin embargo, continúa en su cabeza confundiéndose con los amargos lamentos de la armónica. Las voces del exterior adquieren de repente más intensidad, y aunque no alcanza a comprender palabras precisas, la energía y la inflexión con que son pronunciadas le hacen suponer que se trata de insultos. Se incorpora y baja levemente el volumen del tocadiscos. No le cabe duda de que vienen del piso de al lado. Los gritos son ahora mucho más enérgicos y puede discernir perfectamente una voz masculina -¡Hija de puta!-; una mujer devuelve agudos alaridos sin sentido. Un nuevo silencio e inmediatamente un topetazo seco y estruendoso contra la pared. Eusebio duda si coger el teléfono y llamar a la policía. No hace nada; permanece de pie, tenso, a la espera de acontecimientos. El ruido dentro de su cabeza se vuelve ensordecedor. Lo que se escucha a continuación le parece que viene de la puerta que da al pasillo. En el eco del corredor las voces resuenan magnificadas. El vozarrón desquiciado de un hombre amenaza con matar a alguien. Eusebio abre la puerta instintivamente y se asoma al descansillo. El cuerpo ingrávido de una minúscula joven se atropella contra su pecho, sin que el impacto llegue a moverlo de su sitio. Ella sangra por la nariz y tiene la blusa rota.  Frente a él, un hombre con cara infantil y ojos enfurecidos se ha quedado inmóvil; los brazos abiertos, y en la mano una navaja. El joven lo mira a los ojos. Después dirige su mirada a la chica. Eusebio no hace nada. Permanece allí, estático, de pie, con sus enormes manos abiertas, sin saber qué decir. 

No te metas en esto!-. Al joven le cuesta contener los jadeos por el esfuerzo y -se huele- el alcohol.

Eusebio continúa inmóvil y en silencio, con la muchacha a su lado. Puede escuchar como en otros pisos los vecinos se arriman a las puertas y los ojos observan por las mirillas. Se oyen susurros alarmados. 

No te metas en esto!-. Repite el muchacho.

La joven se ha aferrado a su brazo y tiembla de manera descontrolada. Eusebio, sin apartar la mirada de la navaja, empuja a la chica hacia dentro de su piso con un ademán. No tiene intención de razonar con nadie. Sin gesticular, levanta su mano derecha con el índice extendido y la muestra al hombre, que continúa en la misma postura que hace un momento. Los dos hombres permanecen en silencio unos segundos, observándose, sin articular palabra ni modificar el semblante. Entonces, el joven sonríe. -Muy bien, perfecto. ¡Ahí te quedas, zorra! ¡Ya volverás!- Con enérgicas zancadas regresa hacia la puerta de su piso. Antes de cerrarla, asoma la cabeza hacia el descansillo y se dirige a Eusebio, que continúa con la mano en alto. -¡Capullo!-  A continuación un estruendoso golpe anuncia que se ha encerrado en casa.

Eusebio permanece aún unos segundos en el umbral antes de entrar en el piso. Una vez dentro, con la espalda apoyada sobre la puerta, observa a la joven que, de pie en el centro de la sala, lo mira aturdida y aún temblorosa. Cuando se escucha a sí mismo preguntándole si se encuentra bien y asocia sus palabras con la patética imagen que tiene enfrente, se encuentra un poco absurdo, sin embargo, la muchacha asiente de manera inconsciente y sonríe. Le falta un diente. Debe tener unos veinte años, veintitrés como mucho, y es menuda y enjuta. El pelo pajizo y muy castigado se le balancea sobre el rostro y se mezcla con el garabato de sangre que le brota de los orificios nasales, dándole un aspecto sucio y lamentable. Eusebio, con un gesto, le muestra donde está el baño. -Lávate un poco. Te busco una toalla.- Del otro lado de la pared se escuchan los desquiciados gritos del vecino. -¡Hija de puta!  Ella sonríe fingiendo no haber escuchado nada y agradece el ofrecimiento con la mirada. Se introduce en el baño y cierra la puerta. El silencio recién nacido permite a Eusebio ser consciente del atronador infierno que se está produciendo en el interior de su cabeza. Siempre le sucede igual: La tensión acelera el pulso al acúfeno. Se sirve una copa de ginebra. No es que el alcohol apacigüe el alboroto mental, más bien al contrario, pero después de lo sucedido siente que necesita un trago de algo fuerte. Recuerda la toalla. No encuentra ninguna limpia. Así que golpea la puerta del baño con los nudillos y le indica que use la que está en el lavabo. No es necesaria la sugerencia; Ya la ha usado. La puerta se abre y reaparece ella con mejor aspecto que hace unos minutos. Con el rostro limpio y el pelo arreglado puede que parezca incluso más joven, pero la camisa desgarrada y manchada de sangre le da un aire triste y trágico. -A ver si encuentro algo que te sirva-. Eusebio desaparece durante unos segundos y cuando regresa por la puerta de su dormitorio trae en sus manos una camiseta con el rostro impreso del Che Guevara. - Es vieja pero está sin usar. A mi nunca me ha servido.

-¿Por qué la compraste entonces?-. Es la primera vez que oye su voz. Le parece que suena a ratón alarmado.

- Hubo un tiempo en que el Che era la referencia. La compré en Rosario. Es horrible… pero, gracias a Dios, no tenían mi talla-. Eusebio le guiña un ojo y sonríe por primera vez como si lo que hubiese dicho tuviera gracia. Por la sonrisa de ella comprende que probablemente no tiene ni idea de quién es aquel hombre ni donde queda Rosario. Se limita a cogerla y observar atentamente la cara que la mira de soslayo desde el frontal de la camiseta. Después, sin importarle mostrar sus pechos diminutos, se quita la raída camisa allí mismo y se la pone. -Me queda bien. Gracias. Me la quedo.- Sonríe mostrando el hueco donde una vez hubo un diente. -Perdona al gilipollas ese- Señala hacia la pared - Está borracho-. A él le parece una disculpa idiota. Además de venir de quién no corresponde, no existe borrachera que disculpe blandir una navaja contra alguien indefenso y desarmado. Se calla y deja que la muchacha se tranquilice mientras observa la lluvia caer a través de la ventana.

-Joder, esto parece la casa de mis abuelos. Todo parece del siglo pasado.

-Si te refieres al XX, si, casi todo el del siglo pasado.- Contesta Eusebio desde la cocina. Prepara una cena atropellada. Hace días que no va al supermercado y tiene que improvisar con un par de conservas y un paquete de macarrones. Él siempre se ha arreglado con cualquier cosa. Teresa, -ya han hecho las oportunas presentaciones-, se ha calmado y escucha música en el salón mientras él se arregla como puede con los cacharros. Desde el piso de al lado no ha vuelto a llegar ningún ruido. Su compañero duerme la borrachera. Al menos eso es lo que ella le ha asegurado que sucedería; que caería rendido y la dormiría hasta el día siguiente. Si a Eusebio no le importa, se quedará allí un rato. En su piso no está el horno para bollos de momento. No hay problema alguno por que se quede, por supuesto. El tiempo que ella quiera, recalca Eusebio, al tiempo que le ofrece una silla y un plato. No es necesario que se vaya enseguida. Ella sonríe nuevamente mientras se lleva el tenedor a la boca.

- ¿Quién canta?, tiene una voz horrible.- Teresa tuerce la boca mientras pronuncia la palabra horrible.

Eusebio se disculpa entre risas. Los aullidos rasposos de Dylan no han dejado de sonar en toda la tarde y en estos momentos atormentan sus oídos con "Ballad of Hollis Brown". 

-Es el Che Guevara. El tipo de tu camiseta-. Bromea él desternillándose. Le sorprendería que le gustase. Comprendería, de hecho, que no le gustase a nadie en el mundo. Al fin y al cabo, siempre ha cantado en exclusiva para él y nunca ha sentido la necesidad de compartirlo. - Enseguida lo quito-. Hace ademán de levantarse.

- Ni se te ocurra. Es mi favorito. Mira mi camiseta.- Ambos ríen. 

-Te pondré la canción que más me gusta a mi-. Eusebio se levanta. Coloca la aguja al comienzo de "One too many Mornings" y sube el volumen. La guitarra comienza a sonar, como siempre triste y lastimosa. A Eusebio el semblante se le transforma.

-No sé inglés.- Dice Teresa. 

Él le hace un gesto de cautela con la mano para que guarde silencio y con voz seria y profunda finge traducir cada verso siguiendo el ritmo de la canción:



Down the street the dogs are barkin’ and the day is a-gettin’ dark
Llora el viento y la ola derrite su verde murmullo en el silencio 
As the night comes in a-fallin’ the dogs’ll lose their bark
Entre ola y vientos, se aferra a las escamas de su barba plateada
An’ the silent night will shatter from the sounds inside my mind
Entre viento y olas, vuelan ausencias desde el cielo a la semana. 
For I’m one too many mornings and a thousand miles behind
Surca el tiempo la gaviota por la estela de los vientos y las olas.

From the crossroads of my doorstep My eyes they start to fade
Sueña el niño que la lluvia trae espumas y es espuma lo que besa
As I turn my head back to the room Where my love and I have laid
Entre espuma y arenas, suplica indulto el malhumorado remolino
An’ I gaze back to the street The sidewalk and the sign
Entre arenas y espuma, ignora el sueño donde acecha su castigo
And I’m one too many mornings An’ a thousand miles behind
Surca el tiempo la gaviota por la estela de la espuma y las arenas.

It’s a restless hungry feeling That don’t mean no one no good
Resuena en su tambor el engranaje eterno de los pensamientos
When ev’rything I’m a-sayin’ You can say it just as good.
Llora nadie, nadie canta, extravía su pulso en la noche el miedo
You’re right from your side I’m right from mine
Y la luna se derrama sobre el aullido de su propio desconsuelo
 We’re both just one too many mornings An’ a thousand miles behind
Vuela la gaviota. Ya era hora. La hora de cargarse al cabrón de al lado.

Suena todavía la armónica durante unos segundos en los que Teresa observa, con los ojos abiertos como platos, como él, con el mismo gesto serio con que acaba de recitar la canción, se dirige al tocadiscos y lo apaga. Espera alguna reacción en su cara. De repente, estalla. - ¡Qué cabrón! ¡Te lo has inventado todo!-. No puede dejar de reír.
- ¿Importa realmente si es real o inventado? - Le guiña un ojo.- Es lo que tiene Dylan. Hoy dice eso, mañana puede que sea otra cosa. Siempre a gusto del consumidor.- Se pone serio de nuevo. -Hazme caso, denúncialo y desaparece. Mándalo a la mierda. No quiero meterme donde nadie me llama, pero es eso lo que deberías hacer.
Ella continúa riendo y simula no haber oído la última frase de Eusebio. -Odio las gaviotas. Son asquerosas. Además, me recuerdan al PP.
- En tierra pierden la dignidad, si. Es en el mar donde deben estar. Allí son majestuosas.
- ¿Un poco como tú?
- Hazme caso: Denúncialo. Te he puesto sábanas limpias. Sonará a novela barata, pero puedes dormir en mi cama; yo dormiré en el sofá.

El silencio de las siete de la mañana huele a café recién hecho pero Eusebio no lo sabe. Acaba de levantarse y está de pie, frente a la ventana, sosteniendo en su mano derecha la nota manuscrita que le ha dejado Teresa. Con letra nerviosa le agradece lo que ha hecho por ella y le avisa de que la cafetera está llena sobre la placa de la cocina. Se vuelve al piso de al lado. Es difícil de explicar, pero prefiere estar allí cuando él despierte. Menos lío así. Mucho mejor para todos, él incluido. De todas maneras, ahora que se conocen podrán verse a menudo. Por cierto, le ha tomado prestado su disco del "Che". Espera que no le importe. Le regala un beso. Eusebio hace añicos la nota y la arroja a la papelera. Para qué demonios querrá ella un disco. Se deja caer sobre la destartalada butaca. En la calle continúa lloviendo. Las mañanas de los sábados suelen ser distintas a ningunas: desde la Travesía de Vigo las ventanas no respiran la brisa del mar. Nadie pasea por las aceras y los pocos coches que circulan no tienen a quién salpicar. Sobre el charco de la calzada las gotas de lluvia juegan con el reflejo de unas cuantas estrellas rezagadas. Bajo un contenedor de basura dos gaviotas compiten por los desperdicios que han quedado de la recogida. Eusebio cierra los ojos y se concentra. Por primera vez en mucho tiempo le parece sentir que las olas resuenan en el interior de sus oídos. Hoy bajará a pasear por el puerto. El hedor ácido y fermentado que invade este edificio empieza a resultarle insoportable.



13 de enero de 2014

Rigor Mortis

 
 

 

Aaron D'jel  - Los relatos de Los Paramos
 



Rigor Mortis


Cesó la lluvia y una afilada centella de luz se posó sobre la cabeza yerta de Tasmanio Floro. Al hijo de La Sarabia lo habían echado en falta hacía tres días. No era extraño, cuando explotaba la ciclogénesis, que la gente se refugiara en casa ajena en espera de la calma. Por eso a nadie alertó demasiado su ausencia al principio. Cayeron del cielo toscos pedruscos de hielo que derrumbaron los tejados y se supo que Rabalo, el dueño de Perra Vella, estaba con los de Casilde. Llegó noticia también, de boca de quién no teme a las descargas eléctricas, de que en casa de los Perotos habían alojado a la niña de Sarmiento. Pero de Tasmanio nadie había sabido dar razón. Cuando la lluvia airada dio paso a un obstinado orvallo y el joven siguió sin dar señales de vida cundió cierta alerta en Los Paramos.

Cesó la lluvia y una rendija en el cielo dejó discurrir una afilada centella de sol que se posó sobre la cabeza yerta de Tasmanio Floro. Sobre el barro renegrido de La Veiga descubrió su cuerpo desnudo el menor de los Trépedes. El rostro, envarado por los días transcurridos desde el deceso, no transmitía emoción. El lustre de los ojos asomaba desvaído y de su boca pendía un hilo de agua de lluvia todavía sucio de hojarasca. Los azules cardenales sobre su cuerpo no dejaban lugar a dudas: Lo habían matado a palos. 

El muchacho se dirigió al finado con el tino de quién está habituado a hablar a los muertos:

-¡Carallo, Tasmanio, tes á xente tola a buscar por ti!

Tasmanio no quiso contestar. 

Cesó la lluvia y el viento abrió una rendija en el cielo por la que discurrió una afilada centella de sol que acabó por posarse sobre la cabeza yerta de Tasmanio Floro. Tiene sentido que en Los Paramos la vida y la muerte no se distingan con facilidad. Brumas húmedas y espesas como calumnias no permiten discernir tampoco entre el día y la noche. La gente nace con las pupilas acrecentadas y medra con el alma entumecida. Llega la muerte como el trámite inapelable de un paso hacia más de lo mismo. No es fácil para el nuevo acostumbrarse al desconcierto. Algunos llegan. Sobra una mano para nombrar a los que se quedan.

Cuando Tasmanio fue a ver a su madre hacía ya tres días que le habían dado sepultura. La Sarabia no se había dejado ver en el entierro. La puerta de su casa, sin embargo, quedó abierta desde entonces. Supo así Tasmanio que se le esperaba. 

 
-Moito tardaches. A Soliña non ten auga e hai que munxi-las vacas.

 
Que los animales se encorajinan en presencia de los difuntos es cosa que nadie ignora. Mucho menos en Los Paramos. Por eso Tasmanio hizo caso omiso a su madre. Se quitó la chaqueta negra de su inhumación y se dejó caer sobre la cama. A pesar de todo, estaba cansado y le dolían los huesos. No todos se sienten cómodos al principio. Algunos tardan en acostumbrarse al frío yermo y despiadado que se les cose a las entrañas. La Sarabia gruñó al verlo tendido. Iba a dar más trabajo que de vivo. Otras tres jornadas transcurrieron hasta que Tasmanio tuvo el ánimo de incorporarse y cuando lo hizo llevaba todavía la ropa que vestía en el féretro.

Cuando, tras el óbito, entró en la taberna de Trépedes se hizo el silencio por unos segundos. Sucede siempre que se ve por vez primera a quien ya no tiene pulso. Desde la que antes era su mesa, Chuspo, Boaldo y Lenteja lo observaron contrariados. Tres vasos medio llenos aguardaban compañía para el comienzo de la partida. Sin ánimo de incomodar sosiegos, Tasmanio saludó con la mirada. Sus ojos decían: No se juega al Mus con un muerto. Las deudas no tienen valor y, además, es deber de cada uno conocer dónde está su sitio. En una esquina compartían bancada los perecidos en la crecida del año siete. Buscó allí Tasmanio su hueco. Sin recelos ni malicia. Hay amistades que no merecen ser puestas a prueba.

A nadie escapa que a un fallecido jamás se le pregunta por el fatídico momento. Una cosa es acostumbrarse a vivir con ellos y otra distinta no saber respetar ciertos pudores. A veces, como sucediera con el viudo de La Carreña, es el propio difunto quién ofrece explicaciones. Por acallar infundios, aseguran otros finados. Si no, a quién le gusta hablar de esas cosas. A Tasmanio no hubo quien quisiera importunarlo. Nadie mencionó nunca la mortal paliza que recibió en La Veiga. Que las habladurías le importaban bien poco lo había dejado claro años antes; cuando lo de la rubia de Goián. Es posible, de todas maneras, que tampoco supiera mucho más que los demás. En ocasiones la parca aparece por la espalda. Como una sombra. Sin que exista indicio ni razón; Sospecha siempre hubo. En eso Los Paramos no se distinguen del resto del mundo. 

Enmudeció el viento y del suelo de La Veiga asomó la mano inerte de Velidia Peroto. Sucede a veces que llega del noreste un aire fosco y destemplado que sopla sucio durante unos días, tiznando rostros y ropas tendidas. Vivos y muertos se recogen entonces en sus lugares. No se teme a la mancha sino a la vesania. No es fácil mantenerse cuerdo para quién se somete a la textura del cárdeno soplido. Con las primeras brisas se perdió la pista a la mayor de los Perotos. Los que la conocían cavilaron que sabría cuidarse. Eran ya muchos los años que habían pasado desde la primera vez que saliera sola por Los Paramos. La senda le era bien conocida. Sólo cuando los enlutados rostros de los que no tenían donde guardarse arquearon las cejas comenzó a brotar el desaliento en la familia. Su padre embozó el rostro con el cubrecuello y partió a por ella.

Enmudeció el viento y bajo el manto de hollín que cubría el suelo de La Veiga asomó la mano inerte de Velidia Peroto. Con bilis en la garganta y las uñas desgarradas por los guijarros, Peroto Padre desenterró el cadáver embarrado y gélido de su niña. Los primeros temores se desvanecieron: La muchacha tenía las ropas intactas y no existía señal de violencia. Velidia había fallecido inmaculada. No era la primera adolescente que se iba virgen en los Paramos. Clodia Fiñanes, La Clodia de Muros Altos, había expirado con dieciocho años y las ganas íntegras. Por la senda del puente viejo continúa incomodando a los varones con sus impúdicos ademanes. Velidia cumplía diecisiete el día que abandonó a los vivos. 

Espesas lágrimas de Astolfo inundaron la tierra oscura de la Veiga mientras trastabillaba con el cuerpo exánime de su tesoro en brazos. Velidia entreabrió los ojos.

-Meu Pai, finei sen catar home.

Astolfo Peroto llevó su mano sobre la frente macilenta de su hija y con un gesto le borró la mirada. 

Enmudeció el viento y bajo el áspero manto de hollín que cubría el suelo de La Veiga asomó tímidamente la mano inerte de Velidia Peroto. Los que entienden de la vida y la muerte conocen bien que no existió crimen en aquel fenecimiento. Tampoco rindió, sin embargo, conciencias demasiado tranquilas. No es lo mismo matar a palos a quien lo merece que empujar al que más se quiere a arrancarse la vida. Astolfo dejó el cadáver de la niña sobre la mesa de la cocina y se despidió de los suyos. Dejaba la comarca. Los fantasmas de los suicidas suelen ser comprometidos. Así ha sido siempre en los Paramos. Como testimonio de sus faltas quedó el garrote bien a la vista. La sangre seca de Tasmanio aún no había sido purgada. Aseguran los que alguna vez lo hicieron que a quién mata por convicción le gusta volver a paladear su gloria.  

La Sarabia fue la primera en ver a Velidia tras su defunción. La muchacha buscaba a su hijo.

-Levao e que non volva.

Que los muertos no fornican es cuestión bien conocida. No es lujuria lo que siente Clodia Fiñanes cuando asalta a los hombres que cruzan el puente viejo. La copulación es un acto intervivos, pues los difuntos no conciben difuntos. Incluso de aquel lado es sabia la naturaleza. Velidia cruzó inexplorada. Sin embargo, ahora nada le impide amar a Tasmanio. La justicia de los muertos es eterna por esencia. El dinero mueve la otra ley de los Paramos y todo el mundo sabe que ni los proscritos ni los muertos pagan impuestos.



 

17 de diciembre de 2013

El Beijo de las Locomotivas


 
 
 


EL BEIJO DE LAS LOCOMOTIVAS

Joel A. Rand

Faro de Vigo, 25 de marzo de 1886:


 “…Poco después de las nueve de la mañana los convoyes avanzaban hasta encontrarse en mitad del puente y darse el beijo las locomotivas, unidas durante unos minutos por los parachoques frontales mientras la multitud apiñada a una y otra orilla contestaba con entusiasmo a aquellos vivas y agitaban los sombreros y pañuelos produciendo un efecto muy sorprendente, contemplado desde el centro de la hermosa construcción que se hallaba engalanada con millares de banderas.”

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Tuy, 2 de febrero de 1879

Queridísimo hermano,

Espero que al recibo de la presente tanto v. como Madre se hallen bien de salud. Nosotros, a Dios y a su Majestad gracias, hemos alcanzado en el día de ayer sin mayor percance nuestro destino. A pesar de su amplia experiencia y del profuso conocimiento que posee de los caminos de hierro, no pudo D. Luis Page dejar de expresar su asombro por haber realizado el viaje en poco más de una jornada. Figúrese v. que de Madrid a Tuy nos ha tomado el itinerario tan solo treinta horas. Algo impensable hasta hace muy pocos meses. Sostiene el jefe de ingenieros que hemos alcanzado tales cotas de progreso que en breve tiempo, una vez que se haya completado íntegramente la red ferroviaria, no quedará más labor en España para nosotros, los ingenieros, y habremos de buscarla en otros países. Yo considero que sus apreciaciones no son en absoluto acertadas y que todavía han de ser muchas las cosas en las nos haremos imprescindibles aquí, pero como comprenderá v. no debo contrariarle demasiado manifestando mis pensamientos ya que la diferencia de rango y edad no me permiten tomarme ese tipo de licencias con un hombre serio y formal como es D. Luis.

Aunque la atmósfera es efectivamente húmeda y fría en esta región y amanecen espesas nieblas atraídas por el cauce del río, le sorprendería contemplar lo hermoso que es el entorno de la villa. Pequeña y con población muy dispersa, la ciudad hace gala de su carácter catedralicio y doy fe que bien se notan el peso y la autoridad que en ella la iglesia ejerce. La catedral, pequeña y con un aire de fortaleza, preside una colina desde la que bajan estrechas callejas de piedra, un blando granito lugareño que nada tiene que ver con el que usamos en la capital y al que la humedad hace florecer caprichosamente con verdes líquenes que dan un tono de lúgubre encantamiento a las construcciones. El río Miño, mucho más desahogado y caudaloso de lo que yo hubiera esbozado en mi imaginación, nos separa de la villa fortificada de Valença, de la que he escuchado historias maravillosas y que espero tener la oportunidad de visitar pronto. Aunque, como bien sabe v., no existe de momento puente alguno que permita viajar cómodamente de una villa a otra y la única manera de realizar dicho trayecto es utilizando las barcas de madera que transportan a diario las reses y las verduras que suponen la economía básica de estas gentes.

En lo que respecta a ellas, a las gentes, debe decirle v. a Madre que, tal y como me aseguró, se trata de personas amables y serviciales, pero reservadas, y aunque entre ellos utilizan con frecuencia su gracioso y añejo lenguaje gallego, procuran con nosotros hablar la lengua española, que salida de sus bocas suena a veces suave y musical y otras veces adquiere una extraña aspereza que provoca la risa de todos.

Como ya he tenido la oportunidad de explicarle a v. en persona recientemente, el propósito de nuestra visita es precisamente determinar el trazado ideal para unir, mediante un puente que salve el río, la línea ferroviaria que comunica Tui y Vigo con la que llega a Valença desde Oporto. Es voluntad mía y, por supuesto, del ingeniero jefe, D. Luis Page, que el lugar elegido sea idóneo no únicamente para la circulación de las locomotoras sino también para el tráfico de carruajes e incluso si fuere menester del de las propias personas a pie, lógicamente con el establecimiento del portazgo que voluntariamente determinen ambos gobiernos. Según ha observado D. Luis parece que los ánimos políticos en la zona están caldeados debido a que se han puesto en liza intereses económicos de unos y otros que perturban el interés general y podrían alejar el trazado de la ciudad. Además de enrarecer el ambiente, esta circunstancia ha aplazado considerablemente el proyecto hasta ahora. Es intención de todos nosotros hacer que impere el sentido común y tener redactado el informe en breves fechas por lo que es bien seguro que podamos volver a vernos muy pronto.

Sin otro particular en que molestar su atención le dará v. memorias de mi parte a Madre y v. reciba las que gusto de este su hermano que más desea verlo que no escribirle y que lo es:

Fabián Montero Rodríguez


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Tuy, 8 de marzo de 1879


Mi más apreciado hermano,

Le ruego mil disculpas por no tener recibido noticias mías hasta la presente y me alegraré que al recibo de la misma se halle v. bien de salud en la compañía de Madre.

Los días han sido de gran trabajo y pesadumbre aquí. Como le manifestara en mi misiva anterior es completamente cierta la existencia de onerosos intereses que han hecho que no haya resultado fácil tarea la redacción del informe final, pero D. Luis, que ha demostrado su gran criterio y recta disposición no se ha dejado embaucar ni amilanar por las presiones que algunos poderosos señores de la zona pretendieron ejercer sobre una decisión que nos corresponde únicamente a nosotros. Si bien al principio no se trató más que de pequeños agasajos y lisonjas que no pretendían otra cosa que comprar nuestra voluntad, es bien cierto que cuando comprendieron que nuestro afán era el de tomar una determinación exclusivamente técnica y favorable al interés general de las gentes, aquellos se han tornado un tanto desagradables y violentos para con nosotros. No deben v. ni Madre preocuparse, sin embargo, por nuestro bienestar ya que, aunque la presión de estos caciques ha sido ciertamente grande, gozamos por otro lado de los afectos y la cálida hospitalidad del pueblo que ve en nosotros a las personas de bien que por naturaleza somos.

Después de haber estudiado sobre la zona las tres variantes que se discuten desde hace tiempo, nos ha resultado evidente que dos de ellas no muestran más lógica que la de un interés económico estrictamente personal. Así que, evitando herir las sensibilidades de aquellos señores, D. Luis, con nuestra solícita colaboración, ha venido en redactar un informe serio y técnicamente argumentado sobre la conveniencia de ejecutar la obra de ingeniería sobre la variante denominada de “O Poste Vermelho” que viene a dar a un lugar al que aquí los paisanos nombran como Las Bornetas, y ha desechado las opciones de Ganfey y la Raposeira aduciendo no sólo su lejanía de las villas sino también por el riesgo que suponen las crecidas fluviales en ambos parajes. Para dar mayor soporte a su informe y evitar oposiciones mal fundadas que difieran más la ejecución del proyecto ha solicitado que el ingeniero D. Pelayo Mancebo realice un boceto del puente que se anexará al mismo. De esta manera tenemos la convicción de que no existirá ningún tipo de desacuerdo por parte de los ingenieros portugueses y pronto se podrá licitar la fabulosa obra. Siendo esto así, estoy seguro de que podremos vernos de nuevo en muy breve plazo.

En cuanto a la vida aquí, me contenta informarle a v. que finalmente he logrado cumplir mi anhelo de visitar la fortaleza de Valença. Y bien es cierto que ha sido en compañía más agradable de la que yo hubiera podido imaginar. Pues habiendo preguntado en la posada donde hacemos hospedaje por la mejor manera de alcanzar la villa portuguesa, han mostrado enorme preocupación por que no me extraviase; de tal manera que han resuelto encomendar a la Señorita Leonilde, hija del posadero, la misión de servirme de lazarillo en mi excursión a la ciudad amurallada. Debo confesarle a v. que si Valença es hermosa, la joven que me guió no lo es menos, entiéndase desde el respeto que ella merece por mi parte, que lo es todo, por supuesto. Aunque si algo se debe reconocer, eso sí, es que las muchachas de esta zona poseen una singular belleza que las hace merecedoras de toda clase de requiebros y alabanzas por parte de nuestro grupo, de los que yo, por mi carácter pausado y poco propenso a las salidas de tono, no suelo participar.

Sin otro particular en que molestar su atención le dará v. memorias de mi parte a Madre y v. reciba las que gusto de este su hermano que más desea verlo que no escribirle y que lo es:


Fabián Montero Rodríguez



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Tuy, 15 de septiembre de 1879

Queridísimo hermano del alma,

Espero que v. y Madre se hallen en buen estado de salud al recibo de la presente. Yo, a Dios gracias, bien. Deben vv. perdonar que no haya escrito en tanto tiempo y entiendo que se preguntarán el motivo por el cual no he regresado a casa todavía, una vez que nuestro cometido, esto es, la emisión del informe técnico, ya fue cumplimentado hace más de dos meses y tanto D. Luis como el resto de la comitiva están de vuelta en sus respectivos hogares. 

La cuestión es que he encontrado fácil acomodo en este lugar, y previendo que por mi formación me será fácil encontrar trabajo en las tareas de construcción del viaducto, he dispuesto quedarme hasta que den comienzo las mismas. Según me han informado desde Madrid se ha aceptado la propuesta y es muy probable que pronto se apruebe el proyecto de D. Pelayo Mancebo licitándose por fin los trabajos del puente. El diseño, tal y como he tenido la oportunidad de contemplar es absolutamente ingenioso. La inteligencia de D. Pelayo ha dado con una sencilla solución para la cuestión del tránsito del tráfico ordinario y, a la vez, del ferroviario, lo cual ha de permitir un considerable abaratamiento de los costes de construcción. Se trata de una especie de cajón de doble tablero formado por vigas de celosía múltiple y pilares tubulares de fundición con estribos de sillería granítica. A nivel basamental ha tenido el atrevimiento de resolver a cuestión con arcos de medio punto y en el del tablero, sin embargo, se ha decantado por dobles arcos y una balconada corrida. Una obra al estilo del afamado Eiffel y que sigue un esquema arquitectónico bien sencillo pero que, a la vez, da a la obra un aspecto de gran ligereza, v. ya me entiende.

En otro orden de cosas, no sé si le he mencionado a v. en anterior correspondencia a la Señorita Leonilde. La hija del propietario de la posada en donde me alojo es una muchacha de porte esbelto y bien formado. Cosa que advierto porque bien salta a la vista y no porque haya yo querido posar mi atención en ella de manera poco honrosa. Sus ojos son almendrados y oscuros, de una negrura húmeda que refresca el alma y su cabello, que cae ondulante buscando la cintura, es del mismo color que las noches sin luna sobre el Miño. En su angelical rostro destacan unos labios, carnosos y turgentes, que hacen palidecer de envidia a las rosas y camelias que florecen en el lugar. Su cuello, esbelto y delicado como los troncos de los tilos, se torna gracioso y cimbreante cada vez que alguien requiere su atención. El busto es generoso, cálido y rotundo e incita a retornar a la infancia para sumergirse en su eterno arrullo. La cinturilla es de tal modo ágil y graciosa que transmite la fragilidad de un cervatillo y sin embargo, sus generosas caderas, se resuelven contundentes aunque de ninguna manera excesivas hasta alcanzar unas piernas, que bajo los pliegues de sus faldas no es difícil adivinar largas y torneadas, que son en definitiva las que le confieren esos andares elegantes y a la vez resueltos. Espero que entienda v. que estos atributos los valoro yo de manera totalmente objetiva por ser ella la persona que me atiende habitualmente en la posada y no porque exista ningún tipo de atracción animosa por mi parte.

Sin otro particular en que molestar su atención le dará v. memorias de mi parte a Madre y v. reciba las que gusto de este su hermano que más desea verlo que no escribirle y que lo es:

Fabián Montero Rodríguez



Tuy, 1 de marzo de 1880

Amado hermano,

Espero que la salud lo acompañe a v. y también a Madre. Yo, a Dios gracias, conservo buena salud de momento.

Deberá usted disculpar el retraso en escribir pero los días y hasta las semanas se me escapan acompañando a la Señorita Leonilde a todas partes. Debo afirmar que se ha establecido entre nosotros una amistad casta y de todo punto sincera. Lo cual no redunda en menoscabo de que ella acepte aquellas pequeñas fruslerías que yo tengo el gusto de ofrecerle como prenda de nuestra buena relación. Bien imaginará v. que no obro yo por galantería ni por ganar favor alguno, sino que más bien me mueve el ánimo de dejar a todas luces patente que nuestra simpatía admite esas confianzas. Tampoco es que sean grandes agasajos, ni de un coste excesivo: una pequeña pulsera de oro o unos pendientes de plata y azabache de vez en cuando que, como v. imagina, no suponen un gran dispendio para la economía de nadie y, por otra parte, en ella lucen divinamente. Son contados los días en que no nos acercamos a las hermanas encerradas del convento de las Clarisas y procuro para ella unos pececillos de almendra que tanto la deleitan o, en otras ocasiones, un brazo de gitano para que invite a su familia, a quienes, por cierto, debo agradecer que no hayan visto nada deshonesto en nuestro aprecio mutuo, que insisto, es siempre desinteresado y cargado de buenas intenciones. Si v. tuviera oportunidad de admirar la sonrisa con que recibe estos pequeños presentes comprendería no sólo que se trata de una muchacha cándida y desprendida sino que alcanzaría a simpatizar con mi debilidad (entienda v. ésta en el sentido más casto del término) por ella.

Por lo que respecta al puente, ha llegado noticia a Galicia de que su Majestad Alfonso XII ha aprobado mediante Real Decreto el proyecto de Mancebo, quién ha presupuestado su construcción en más de un millón doscientas mil pesetas; lo que le dará a v. una idea de la importancia de tan magna obra. Espero que pronto se subaste su ejecución y puedan empezar los trabajos ya que mi situación económica, no habiendo realizado labor remunerada desde que finalizasemos el informe técnico, empieza a requerir cierta ocupación. Le rogaría a v. que, en tanto no se resuelva esta situación y comiencen las obras, me adelantase de la manera que le fuere posible parte de los fondos que Padre, Dios lo conserve en su gloria, nos dejó en legado.

Sin otro particular en que molestar su atención le dará v. memorias de mi parte a Madre y v. reciba las que gusto de este su hermano que más desea verlo que no escribirle y que lo es:

Fabián Montero Rodríguez


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Tuy, 6 de noviembre de 1880

Hermano mío,

Salud para v. y también para Madre. Yo me cuido.

Le sorprenderá tanto como a mi conocer que no he recibido noticia alguna sobre los dineros que le solicitara hace ya algunos meses. No entiendo que es lo que pudo haber sucedido. Por eso le ruego que, en tanto pueda, preste v. a ello la merecida atención por si se hubiere extraviado de alguna manera el envío. El caso es que, al no disponer de ellos, me he visto en la perentoria necesidad de hallar un empleo que me permita continuar alojado en la posada, puesto que mi renta se ha agotado por completo y, como es comprensible no siendo natural de la zona, no dispongo del crédito necesario como para alojarme a fianza. Por desgracia, el tener que realizar una jornada laboral no me deja demasiado tiempo para continuar labrando mi amistad con la Señorita Leonilde. Y, bien es cierto también, que cuando dispongo de unas horas libres no encuentro en ella el ánimo de voluntad necesario para emprender un agradable paseo vespertino, pues debe saber que se halla ultimamente bastante cansada e inapetente, intuyo yo que por ese tipo de asuntos femeninos que escapan al entendimiento de los varones. Sin embargo, me ha aliviado oir de su propia boca que le importa bien poco el hecho de que no disponga yo ahora de peculio suficiente para los obsequios a los que la tenía acostumbrada. Ya le había yo asegurado a v. que se trataba de una muchacha casta y completamente desinteresada.

Por lo que respecta a mi trabajo, le agradará conocer que guarda cierta relación con la construcción del puente. No sé si ha llegado a sus oídos que se han iniciado por orden del gobierno las obras de construcción de un fuerte militar cerca del río. La guarnición que ha de alojarse en ella, de unos doscientos soldados, tendrá como cometido único el de volar el paso si se diera la circunstancia de que, Dios no lo quiera, se iniciase una guerra con Portugal, motivo por el cual se ha de dotar incluso de hornillos de mina el margen norte del puente. Han llegado recientemente ingenieros militares de La Coruña y Vigo para iniciar los estudios pertinentes. Después de presentarles mis respetos y mis credenciales me han asegurado que las labores de ingeniería estaban perfectamente cubiertas por los mandos militares correspondientes pero que no me faltaría trabajo si estaba dispuesto a asumir ciertas labores de albañilería que a los soldados rasos les resultaban demasiado arduas. No existiendo posibilidad de encontrar nada mejor en la ciudad (puesto que los señores caciques todavía me guardan un amargo recelo por la contrariedad que les supuso el informe de D. Luis) he estado encantado de aceptar el empleo.
                                       
Sin otro particular en que molestar su atención le dará v. memorias de mi parte a Madre y v. reciba las que gusto de este su hermano que más desea verlo que no escribirle y que lo es:

Fabián Montero Rodríguez


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Tuy, 12 de agosto de 1881

Hermano mío,

Espero que esté v. bien de salud y también Madre.

Debe v. disculpar que no haya escrito en tan largo tiempo pero lo cierto es que no dispongo de mucha ocasión para hacerlo puesto que los gallegos son gente cumplidora en exceso que tiene tendencia a realizar unas jornadas laborales ciertamente aprovechadas.

Supongo, como es natural por otra parte, que estará v. interesado en saber de la Señorita Leonilde. Le informo que el poco tiempo libre del que dispongo lo empleo yo en ofrecerle la compañía que merece. O más bien en intentarlo. Puesto que la extraña apatía que me parece recordar le había mencionado ya en correspondencia anterior ha continuado acechándola desde entonces. Y según he podido comprobar, lleva ya algún tiempo tratándola de su mal el Doctor Aquilino que es un simpático y gallardo joven de hermosa melena rubia que la consulta cada tarde. Curiosamente suele su visita coincidir con los ratos libres de los que yo dispongo, por lo que no me es fácil últimamente disfrutar de las amigables charlas que antes manteníamos. Sin embargo, todo sea en beneficio de su salud. El doctor, que bien se ve que es hombre abnegado y dedicado a su profesión, no permite nunca que salga sola a dar los paseos que, es fácil de entender, son promovidos por prescripción médica. Atento y servicial, le ofrece su brazo para acompañarla Corredera arriba y abajo comprándole de vez en cuando alguna baratija sin importancia para procurar que mantenga el espíritu alegre. Cuando esto sucede yo, que por discreción suelo observarlos desde detrás de algún árbol, me alegro de ver como se le iluminan sus bellísimos ojos negros y su boca dibuja una sonrisa que podría iluminar el mundo entero. A mi pesar, he advertido, sin embargo, que últimamente y coincidiendo de manera bastante precisa con estos momentos vespertinos también a mi me acucian ciertos problemas de salud que he de consultar, cuando se ofrezca la ocasión, al propio Doctor Aquilino. No debe v. preocuparse demasiado, ni alarmar a Madre tampoco, pues no creo que se trate más que de una ligera aflicción derivada del cansancio. Pero he de asegurarle a v. que resulta bastante incómodo el ardor en la boca del estómago, así como el irregular aceleramiento del pulso que me produce a veces la impresión del que el corazón vaya a escapárseme de un salto por la boca.

Tengo, por otra parte, buenas noticias que darles a vv. Finalmente ha sido subastada en Lisboa la ejecución de la obra del puente. Y parecer ser, así lo asegura la prensa local, que la adjudicaria de los trabajos ha sido una empresa belga denominada Societé Anonyme Internationale de Construction et d’Enterprise des Trabaux Publics “Braine-le-Compte” que, todo hay que decirlo, pone ciertas objeciones a que el puente disponga de las pilas tubulares tan inteligentemente propuestas por Mancebo y propone su sustitución por apoyos ordinarios de fábrica, bastante menos vistosos, que duda cabe, pero que evidentemente resultan mucho más económicos. Esperemos que ponto puendan dar comienzo las obras que tanto tiempo llevamos anhelando.

Sin otro particular en que molestar su atención le dará v. memorias de mi parte a Madre y v. reciba las que gusto de este su hermano que más desea verlo que no escribirle y que lo es:

Fabián Montero Rodríguez


 




Tuy, 2 de febrero de 1882
 

Hermano,

Debe v. saber, se lo digo para su provecho rogándole que de ningún modo se lo transmita v. a Madre, que las mujeres son unos seres absolutamente egoístas e interesados. Entenderá que viene este comentario a colación de Doña Leonilde y tendrá, por tanto, interés en conocer los hechos que motivan tal afirmación. Debo, sin embargo, mantener la discreción de la que siempre he hecho gala y dejaré ahí, por tanto, el asunto. Le recomiendo eso sí, que si tiene aprecio por su propia persona se guarde v. de ellas.

Sin otro particular en que molestar su atención le dará v. memorias de mi parte a Madre y v. reciba las que gusto de este su hermano que más desea verlo que no escribirle y que lo es:

Fabián Montero Rodríguez

Pd. Las obras del puente se han retrasado debido a discusiones técnicas entre la empresa y los ingenieros portugueses y españoles. Pero es de esperar, Dios oiga mis plegarias, que en breve plazo den comienzo los primeros trabajos.



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Tuy, 16 de junio de 1882

Queridísimo hermano del alma,

Deseo de todo corazón que al recibo de la presente se halle v. bien de salud en la compañía de madre.

Hace tiempo que no le escribo y me parece recordar que mi última misiva fue redactada bajo un estado de turbación de espíritu que no se corresponde en absoluto con mi natural talante. Le ruego, por tanto, me disculpe si en ella se manifestaba algo inapropiado u ofensivo que hubiera podido molestarle. Ocurre que a veces el ánimo se acalora y, perdiéndose el raciocinio, acaban las personas de tal manera reconvertidas en animales. Por tanto, si en ella halló v. alguna apreciación inconveniente acerca de Leonilde le ruego que la borre de su memoria de modo que no quede tachón o mácula que pueda desdibujar la idea que, porque así lo merece, debería v. tener de ella.

Le escribo en esta ocasión con motivo de anunciarle una buena nueva que estoy seguro resultará muy del agrado tanto de v. como de Madre. Como bien sabrá, no habiendo salido en toda su vida de esta pequeña ciudad, Leonilde es una muchacha sin mundo y provista de una ignorante ingenuidad que la convierte en presa fácil de los muchos embaucadores que por la tierra deambulan, supongo que entiende v. bien por donde se encamina mi disquisición. Es esto de tal manera así, que por cuestiones que no vienen al caso y de las cuales no procede tampoco explicación por escrito en este momento, hemos venido en contraer matrimonio el pasado día ocho del presente y el niño, es decir su sobrino de v. y nieto de madre, es esperado para primeros del mes que viene. Parece que todo saldrá bien gracias a Dios y al buen hacer del Dr. Jaime Peixoto (pues la Señora de Montero, que es como debe ser llamada ahora, aquejada de las típicas extravagancias de las gestantes, no ha querido ver al Doctor Aquilino ni en pintura). Espero que no entienda v, y Madre mucho menos, que la cuestión de la preñez responde a ninguna actuación no respetable por mi parte. Creo que son vv. plenamente conscientes de que el recto proceder en toda ocasión y bajo cualquier condición es la premisa directriz de mi existencia.

Y como bien anuncia el dicho que los niños con un pan debajo del brazo vienen, debo comunicarle a v. además que, por fortuna, se han iniciado los trabajos de construcción del puente a las órdenes de dos ingenieros constructores belgas y del ingeniero inspector e hijo de Galicia, Andrés Castro Teijeiro, los cuales han tenido la deferencia de considerar mi título de ingeniero así como mi reciente experiencia previa en labores de albañilería para consignarme uno de los solicitados treinta y seis puestos de operario que tendrán el honor, por el momento, de levantar la magna obra sobre el Miño. Pensará v. que ahora que tengo dos bocas que alimentar me hará más falta el dinero, sin embargo debe tener en cuenta que no debiendo pagar renta de alojamiento el salario rinde mucho más. En cualquier caso, los fondos de Padre no vendrían nada mal para sacar adelante esta nueva familia en fase de expansión. Lo dejo en sus manos.

Sin otro particular en que molestar su atención le dará v. memorias de mi parte a Madre y v. reciba las que gusto de este su hermano que más desea verlo que no escribirle y que lo es:

Fabián Montero Rodríguez



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Tuy, 20 de mayo de 1883

Mi adorado hermano,


Me alegrará conocer que v. está bien de salud en la compañía de madre.

Miguel, que es como hemos dado en nombrar a su sobrino de v., va ya camino de los diez meses y se ha convertido en una pequeña fiera inquieta y enredante que no cesa de gatear por toda la casa agitando su preciosa melena dorada. Todos estamos absolutamente encantados con él, aunque debo reconocer que Leonilde, por lamentable desgracia, padece de unas perseverantes jaquecas que no le permiten disfrutar en demasía de la criatura. Ha vuelto a ser consultada por el Dr. Aquilino y, válgame el cielo, que debemos reconocer a ese hombre su exquisita mano. No precisa más que acompañarla en sus terapéuticos paseos para que ella regrese a casa, sofocada del camino es cierto, pero con una expresión en el rostro que a todas luces se ve que ha quedado plenamente aliviada de sus desconsuelos. No sé que habría de ser de nosotros sin éste hombre.

Le comento a v. en la confianza de que no habrá de compartirlo con Madre, que si bien mi matrimonio con Leonilde es de ley y está bendecido por el mismísimo obispo de Tuy y en extensión por el padre nuestro señor que está en los cielos, no he tenido la fortaleza de carácter todavía para apremiarla a consumarlo de la manera en que establecen los cánones, creo que es v. quien de entender lo que quiero transmitirle. Y no es por falta de apetencia en mi caso, sino más bien por no turbar su espíritu con unos apetitos que ella por necesidad habrá de considerar primarios y nada dignos de mi persona. En cualquier caso, y a pesar de dormir en camas, y aún todavía en dormitorios separados, a todos se hace evidente que el amor que nos profesamos es sincero, fidedigno y duradero.


Con respecto a mi trabajo, comunicarle que el levantamiento del viaducto avanza a pasos considerables. En poco menos de unas semanas se ha finalizado ya el estribo de la parte portuguesa, así como las pilas primera y segunda, con lo que en breve plazo hemos de proceder al montaje del primer tramo de hierro. El trabajo es cansado pero honroso. Las manos me han encallecido crudamente, así como el rostro y el cuello que de estar a la intemperie se han curtido groseramente otorgándome un aspecto un tanto ordinario y desaliñado. E intuyo que incluso mi lenguaje, a fuerza de los soeces y burdos comentarios que acostumbran a proferir mis compañeros de obra se está tornado un tanto vulgar y chabacano. Le ruego que me disculpe si esto se hace patente en los escritos que le dirijo ultimamente.

Sin otro particular en que molestar su atención le dará v. memorias de mi parte a Madre y v. reciba las que gusto de este su hermano que más desea verlo que no escribirle y que lo es:


Fabián Montero Rodríguez




 


Tuy, 25 de febrero de 1884

Hermano predilecto,

Me llenará de dicha conocer que goza v. de buena salud en la compañía de Madre, en cuya añoranza discurre mi estancia en esta tierra amable pero extraña.

 
Se suceden los días, semanas e incluso meses en el disfrute de la hogareña vida a la que inevitablemente conduce la llegada de todo infante a una familia. La pobre Leonilde, constantemente afligida por sus tenaces cefaleas, no encuentra el modo en que sobrellevar el alboroto que provoca Miguelín con los juegos y chanzas propios de su edad. Recuerde que su sobrino de v. hace ya año y medio que vino a este mundo, y que a estas edades tan tiernas es corriente que en las criaturas subyazga cierta propensión a armar jaranas y escandaleras. De ahí que mi amada esposa lo rehúya, de manera comprensible y justificada –no voy a negarle yo sus razones- entregándose de un modo cada vez más recurrente y consagrado a los cuidados diarios que le presta el Dr. Aquilino. De éste he de decirle que cada jornada que pasa es sentido más como uno de la familia. No voy a sostener yo que lo quiera como a un hermano. Me dará v. la razón en que la fraternal veneración que existe entre ramas de un mismo tronco (Sin ir más lejos la que yo siento por v. y sobre cuya reciprocidad no existe recelo) no ha de encontrar parangón en ningún otro tipo de querencia posible. Pero se debe reconocer, es justo hacerlo, que este hombre se ha ganado por parte de todos nosotros un aprecio que ronda lo consanguíneo. Su devoción por la salud de mi señora esposa Leonilde lo ha llevado al extremo de llegar a velar más de una noche en su cuarto por el simple empeño de certificar que concilia el sueño de la manera adecuada. Leonilde, candorosa criatura, ha tenido la discreción de no informarme de estas visitas, ya que supongo que teme que habré de mostrar yo algún tipo de reticencia de carácter económico a tan nocturnas consultas. Bien sabe Dios, y v. porque se lo pongo de manifiesto en este mismo momento, que los temas relativos a los dineros tengo yo costumbre de delegarlos en ella y no gusto de hurgar en el uso y disfrute que de los mismos haga. Mucho menos si han de ser invertidos en cuestiones médicas, facultativas o terapéuticas.

Por otra parte, le mentiría a v. si le dijera que en las cuestiones laborales van mal las cosas. Hubo un momento hacia el pasado mes de octubre en que el Gobierno Portugués paralizó de manera temporal e injustificada las tareas de construcción del puente, alegando inciertos motivos relacionados con la cimentación de las pilas pero, la verdad sea dicha, ahora que los trabajos marchan al ritmo adecuado, no falta labor sobre la que echar mano aunque ésta sea dura, penosa o excesivamente laboriosa. La Terrestre y Marítima de Barcelona, empresa conocida por todos por haber dejado patente el sello de su buen hacer en excelsas obras como el viaducto recientemente construido en la vecina villa de Redondela, se ha encargado de tender los tramos metálicos que ligan Guillarey con el Miño y ya se ha verificado satisfactoriamente su buen uso, de tal manera que saliendo en estos momentos una locomotora de Vigo hacia Portugal habría de detenerse únicamente a los pies del futuro viaducto. Allí, tras las arduas labores de estos últimos meses, hemos venido en concluir la construcción de la tercera pila y el montaje de tres tramos y medio de los cinco de los que consta. Calculo yo, por lo tanto, que, libres de imponderables contratiempos, habremos de tener rematado el puente hacia el verano de este mismo año.

Sin otro particular en que molestar su atención le dará v. memorias de mi parte a Madre y v. reciba las que gusto de este su hermano que más desea verlo que no escribirle y que lo es:

Fabián Montero Rodríguez


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Tuy, 16 de septiembre de 1884

Mi amado hermano,

Será para mí un alivio conocer que disfruta v. de salud en compañía de Madre, de cuyos cálidos abrazos no transcurre minuto que no padezca yo nostalgia.

Conmigo habría de compartir regocijo si pudiera contemplar v., como lo hago yo en este preciso momento, la magnífica edificación que ha de suponer la unión de dos naciones tan hermanas como los somos nosotros mismos. Entienda v. que esto no es más que una figura retórica y no pretendo yo, faltaría más, poner en tela de juicio el cariño que v. y yo nos profesamos mutuamente al cotejarlo con las espinosas relaciones que siempre ha mantenido nuestra patria con el pueblo luso. En absoluto. Aclarado este extremo, le informo de que en el día de ayer fueron dadas por concluidas las faenas de construcción del maravilloso puente internacional. No piense v. que esto significa, de ningún modo, que puedan de manera inmediata comenzar a transitar ferrocarriles, carros o personas, puesto que, tal y como establece el sentido común y también los pliegos de condiciones facultativas, ha de abrirse a partir de este mismo momento un período de probatura en el que se someterá la construcción a los exámenes y contrastes necesarios para demostrar que responderá de manera eficaz y segura a las exigencias a las que el transcurso del tiempo habrá de someterlo. Se trata de una imposición meramente administrativa y bastante redundante, como todas las que comparten dicho adjetivo, puesto que a la vista de cualquier lego está que esta magnífica construcción habría de soportar toda aquella carga con la que Dios pudiera tener la voluntad de castigarlo.

Para que pueda hacerse v. una idea de qué le estoy hablando le diré que el puente es un portento que consta de cinco tramos de celosía de desiguales longitudes, ya que ha deseado Mancebo, hombre de cálida condición, que esa disimetría le aporte a éste un carácter más artístico y mucho menos sobrio. De esta manera los dos tramos laterales miden una luz de sesenta y un metros, y los dos centrales, entre los parámetros de los apoyos, distan sesenta y seis. Sobre las avenidas de acceso al tablero inferior, destinado a carretera, se asientan dos magníficos estribos de diez metros cada uno y dos viaductos laterales de quince, construidos éstos en sillería granítica y en los que, por lo que ha querido manifestar el propio Mancebo, huyó de darles un aspecto de fortificación por haber entendido que no debían señalarse fronteras entre pueblos hermanos y porque, además, proyectándose la obra desde el camino de Tuy, bajo los muros de la plaza fuerte de Valença, la comparación entre lo real y lo que imitase habría de darle un carácter falso y pueril. Una opinión que ya compartía yo plenamente al ver el proyecto y de la que he podido aseverar su acierto una vez observado el soberbio resultado.

En cuanto a la vida doméstica, he de manifestarle que los cuatro gozamos de estupenda salud. Tal vez se sorprenda v. de que mi recuento familiar alcance dicha cifra, pero es que ha querido la suerte que ciertos problemas económicos del Dr. Aquilino lo hayan obligado a abandonar su casa, la cual no alcanzaba a sufragar. Y si digo suerte, siendo en verdad una desgracia para él, es porque nos ha brindado a nosotros la ocasión de poder darle el acogimiento que merece en nuestro propio humilde hogar. Fue grande la sorpresa mostrada por Leonilde al ver que, cuando me profería la lamentable desgracia acaecida al Doctor, era yo mismo quien proponía la alternativa de ampararlo. Sepa v. que el desdichado facultativo ha sufrido en sus carnes el secular anquilosamiento que afecta a la administración pública y, pese a disponer de los preceptivos estudios para ejercer su profesión, existe cierta resistencia burocrática, según tal nos explica él, a la emisión del correspondiente título que así lo certifique. Ha sido de esta manera como las autoridades, llevadas por esta ausencia de acreditación, así como por las fariseas denuncias de varias mujeres que han alegado cierto exceso de celo en sus auscultaciones, le han clausurado la consulta condenándolo de tal modo a la indigencia. Por suerte, la providencia ha querido que hayamos podido encontrar una solución al gusto de todos y de esta manera tenga el doctor un techo donde guarecerse y nosotros podamos asimismo gozar de su compañía y de los imprescindibles cuidados que presta a mi amada Leonilde. No creo ser yo hombre pedigüeño ni muy dado al empecinamiento o la reiteración, pero una vez finalizadas las obras del puente y, por tanto, no disponiendo de emolumentos con los que alimentar las cuatro bocas que dependen de mi persona en estos momentos, le rogaría que me hiciese llegar, si no le supone mayor trastorno, el monto que me corresponde según lo establecido en el testamento de Padre.

Sin otro particular en que molestar su atención le dará v. memorias de mi parte a Madre y v. reciba las que gusto de este su hermano que más desea verlo que no escribirle y que lo es:

Fabián Montero Rodríguez



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Tuy, 8 de febrero de 1885

Hermano amado,

Entiendo, no constando manifestación en contrario por su parte, que se encuentra v. bien de salud en la compañía de madre, cuya memoria tengo presente con cada latido de mi corazón.

Produce gran lástima saber que aquí no pueda ganar el mejor, porque lamentablemente no hay ninguno: Los gobiernos español y portugués han estado demostrando hasta el día de hoy la desesperante falta de eficacia que singulariza a las diplomacias europeas. Se han enzarzado en un despropósito de trámites, diligencias y formalidades que no han hecho otra cosa que retrasar constantemente y sine die la inauguración de la obra que tantos sudores nos ha provocado en su erección. El proceso de pruebas ha estado lleno de dificultades pero finalmente, y gracias a Dios, una vez que se ha alcanzado un consenso, han podido ser realizados los exámenes de seguridad del viaducto. Ha sido así que con locomotoras de dos y tres ejes y durante un total de más de dos horas se ha certificado su seguridad y resistencia estática. Para la fiabilidad dinámica se ha recurrido al paso de máquinas de un peso de más de sesenta toneladas a frenéticas velocidades de hasta treinta y cinco kilómetros por hora. El resultado ha sido, ya se lo podrá imaginar v., completamente satisfactorio. Suponemos que, ahora sí, por fin, podremos ver pronto inaugurada esta octava maravilla del mundo.

Debo indicarle que, al no haber recibido los dineros de padre (entiendo yo que estará v. sufriendo las dilaciones burocráticas tan características de estas transmisiones sucesorias), no me ha quedado más remedio que buscar nuevo empleo que me permita mantener con la frente bien alta a mi adorada familia. No es fácil en una ciudad como Tuy dar el valor que merece a una titulación como la que yo poseo, puesto que apenas existe industria y una mano de obra tan cualificada como la mía, faltando trabajos de edificación, es difícil de colocar. Sin embargo, consciente de que se debe saber hacer virtud de la necesidad, he conseguido convencer al panadero D. Juan Solla para que me permita, por un módico estipendio, realizar una serie de labores absolutamente dignas, si bien un tanto desdeñadas por considerar la gente que son fatigosas y realizadas a horas intempestivas. No crea v., sin embargo, que el horario es desventajoso para mí ya que, de esta manera, puedo yo volver a casa y descansar unos minutos antes de dirigirme a la pescadería de la Señora Rocha donde a cambio de unos leves honorarios limpio escamas y tripas durante un par de horas más. Cuatro horas en la serrería y otras dos sirviendo mesas en la posada de mi suegro me permiten, estará v. de acuerdo conmigo en que de manera bien sencilla, obtener los dineros suficientes para que mi amada Leonilde disponga de recursos bastantes con los que alimentarnos y vestirnos a los cuatro. El pobre Doctor Aquilino, al que mis horarios perturban su ligero sueño, ha tenido la delicadeza de dirigirse a mí y recabar mi visto bueno para mudarse al único lugar en donde, de manera lógica, se encontrará a salvo de mis idas y venidas a horas tan inoportunas, a saber; el dormitorio de Leonilde. No he encontrado yo razón por la que negarle el permiso a dicho propósito, y mucho menos sabiendo que así estaría mi esposa atendida del mejor modo posible.

Sin otro particular en que molestar su atención le dará v. memorias de mi parte a Madre y v. reciba las que gusto de este su hermano que más desea verlo que no escribirle y que lo es:




Tuy, 14 de septiembre de 1885


Hermano amado de mi corazón,

Me producirá inenarrable efusión tener conocimiento de que se halla v. bien de salud en la compañía de Madre,

Rotas nuestras ilusiones en cuanto a una pronta inauguración del puente por culpa de este desventurado brote de cólera que ha cerrado las fronteras desde hace ya dos meses, nos encontramos, sin embargo, por lo demás bien de salud. Bien es cierto que yo, por mi parte, advierto que mi organismo comienza a experimentar unas extrañas molestias e indisposiciones cuyo motivo no alcanzo a comprender y que me dificultan grandemente la prestación de servicios en la panadería, la pescadería, la serrería y la posada. Ha de saber v. que aquello tan manido de hacer leña del árbol caído es completamente cierto. Y es que no hace más de un par de días que me encontré al pie de la casa a una fémina que reclamaba sus derechos como consorte y madre de una criatura (cuyo asombroso e inexplicable parecido con nuestro pequeño Miguelín nadie pasó por alto) a un tal Pachuli cuya descripción coincidía de tal manera con la de nuestro querido Doctor Aquilino. No le llegaba al pobre hombre con la desgracia de verse desposeído de sus facultades hipocráticas como para que ahora le surgiera de la nada una fraudulenta esposa reclamando la manutención de su vástago. Por evitar a mi amada Leonilde el disgusto y al querido doctor el mal trago negocié con dicha señora el inmediato pago de doscientas pesetas si dejábamos el asunto zanjado. Supone dicho desembolso una contrariedad a la economía familiar pero no ha de ser dificil contrarrestar sus efectos una vez que vea remuneradas las labores a las que he comprometido mis ratos libres en la vendimia de esta uva tan local y sabrosa que dan en llamar “Alvariño”.

El interminable aplazamiento al que se ha visto sometida la inauguración del puente entiendo yo que no responde a razones del todo justificadas. Ha de saber v. que por el brote de cólera surgido en Valencia a principios del verano y que de ninguna manera ha alcanzado esta región se han cerrado a cal y canto las fronteras con el país vecino. Parece que todo responde a las precauciones derivadas de un brote ocurrido hace cincuenta años que asoló la ciudad de Vigo y llevó sus terribles consecuencias hasta esta villa fronteriza. Confío en que guará v. la debida cautela para evitar a Madre el contacto con la funesta epidemia que, según narran los diarios, también ha alcanzado recientemente la capital de España.

Sin otro particular en que molestar su atención le dará v. memorias de mi parte a Madre y v. reciba las que gusto de este su hermano que más desea verlo que no escribirle y que lo es:



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Tuy, 26 de marzo de 1886

Queridísimo hermano,

Me colmará de júbilo saber que v. se encuentra bien de salud en la compañía de Madre y más me colmará el momento en que pueda abrazarlos a ambos en persona que, si Dios no dispone otra cosa, es eventualidad que habrá de darse tarde o temprano.

Ayer, después de tantos años, fue el esperado día en que hubo de llevarse a cabo la inauguración de la obra que de manera tan insólita se ha convertido en parte intrínseca de mi propia existencia. Debe reconocerse que las autoridades en general y el pueblo de Tuy muy en particular han sabido estar a la altura de las circunstancias, planteando un acto cargado de emotividad y simbolismo que, a fuer de serle sincero, ha provocado en mi interior un destello de lucidez y clarividencia que me ha permitido percibir asuntos de enorme importancia de mi propia biografía de un modo en que no los había discernido yo nunca antes.

Aún no había amanecido el día y ya se preveía gris y lluvioso (predicción nada intrépida en esta región, por otra parte) cuando partió de la ciudad a la que aquí gustan tildar de “olívica”, a saber, Vigo, un tren especial formado por un coche-salón, dos primera, tres segunda y tres tercera, arrastrados por la afamada locomotora “Alfonso XII”, Dios guarde a su difunta Majestad en la gloria. Podrá imaginarse v. la tremenda emoción que causó cuando a las siete y media de la mañana, profusamente engalanada con escudos, mirtos y banderas españolas y portuguesas, llegaba a Tuy para acercar a autoridades, prensa, invitados y hasta una compañía al completo del Regimiento de Infantería Murcia. La lluvia arreciaba a orillas del Miño y, a pesar de ello, ambas márgenes se inundaron de gentes que habían acudido de todos los confines en trenes especiales que estuvieron llegando a los dos municipios de manera incesante durante cuatro días. No me tomará v. por hombre propenso a la desmesura si le aseguro, porque así ha sucedido en realidad, que cifran las autoridades hasta veinte mil almas las que ocupaban ambas riberas.

Entonces, bajo la pesada lluvia, y mientras todo el mundo vitoreaba y agitaba sus banderolas, iniciaron su andadura, en hermosa simetría sobre el puente, la locomotora “Alfonso XII” desde la parte española y la “Valença” desde la orilla lusa. Fue un momento, como v. podrá imaginar, tan vibrante y conmovedor que permanecerá indeleble en las memorias de quienes tuvimos la gracia de ser testigos históricos de la soberbia conmemoración. Los hombres arrojaron sus sombreros al aire. Las mujeres agitaron sus pañuelos. Los maquinistas saludaron extasiados. La compañía militar ejecutó con brío el himno nacional. Las bombas y los cohetes detonaron en el cielo. La lluvia perseveró. Leonilde buscó la protección del Dr. Aquilino apretándose contra su pecho. El pequeño Miguel se escondió entre las faldas de su madre. Y yo, mientras tanto, con lágrimas emocionadas, admiré como las dos máquinas avanzaban con ritmo pausado hacia el centro del viaducto, para poco después aminorar la marcha con delicadeza y, en un gesto de formidable sentido alegórico, juntar de manera culminante sus parachoques en lo que a todo el mundo se le antojó un exquisito beso locomotor.

Aunque le parezca a v. cosa difícil de creer, no encuentro yo palabras en el elenco de mi vocabulario para describir la mayúscula impresión que causó en mi interior dicha escena. Y es que entiendo yo que hay ciertas excelsitudes que únicamente están al alcance y percepción de aquellos que poseemos alma de perito. No vaya v. a interpretar en esta expresión un repentino brote de petulancia por mi parte. Nada más lejos de mi intención. Pero debe v. saber que en ese mismo instante, en el preciso momento en que las máquinas de vapor se acariciaron frontalmente con semejante sensualidad y concupiscencia, adquirí yo clara consciencia de un hecho que había pasado inadvertido a mi inteligencia hasta entonces: Soy ingeniero. Dicho así semejará una obviedad al entendimiento de cualquiera. Pero comprenda v. que lo que yo percibí no guarda relación alguna con el hecho de haber procurado la formación necesaria para ejercer esa profesión. No se trata de algo tan nimio e insustancial. Lo que yo aprehendí en aquel referido instante es que realmente yo nací ingeniero. Ingeniero con mayúsculas. Huesos, vísceras y sangre de ingeniero. Soy ingeniero antes que marido. Ingeniero antes que padre. Antes, si me permite v. la licencia, que hermano y me atrevería a asegurar, si no le debiera a Madre el respeto que merece, que lo soy también antes que hijo. Y fue en ese preciso instante también que se reveló ante mí, de manera clara y rotunda, una realidad de la que he escapado durante todos estos años: Leonilde. Nunca he besado a Leonilde. Mis labios nunca han llegado a juntarse con los suyos de la manera ardorosa y sensual en que lo hicieron esas dos locomotoras con su simbólico ósculo. Y no la he besado nunca porque, obviando el hecho de que en toda ocasión que yo lo intentara ella habría de aducir una jaqueca o algún otro inoportuno malestar, en realidad, digo, no ha sucedido por que mi relación con ella no ha sido, verdaderamente, más que un oportuno pretexto, así lo colijo ahora, para poder ser testigo de primera mano de la construcción de este puente en el que he puesto el alma y abandonado la salud.

Así que, en aquel mismo instante, miré hacia ella, mi Leonilde, con la que v. se habrá ya encariñado, y la observé, de pie, delante de mí, mirándome con sus grandes ojos negros, todavía asida al brazo del Dr. Aquilino que distraídamente atusaba su dorada melena. La miré a ella y miré al pequeño Miguel, su sobrino de v., que se alzaba delante de ellos dos, con sus hermosos cabellos amarillos y sus enormes ojos de azabache. Y por un momento y de manera repentina, con esa instantánea imagen impresa en mi mente, y como si se tratara de ese estornudo que no quiere concretarse, tuve la impresión de que una nueva verdad estaba a punto de revelárseme. Pero de la misma manera que vino, como el reticente estornudo que se desvanece, la sensación desapareció y lo único que sentí fue una profunda lástima por ellos. Por saber que habrían de perderme. A mí. A quien tanto amaban y por el que tanta pasión –no será v. quién de llevarme la contraria en esto- habían derrochado durante estos años. 

Debo confesarle a v., cuya fraternal simpatía me ha acompañado en todo momento, que no me ufano yo del hecho de abandonar éste que ha sido mi hogar durante tanto tiempo, pero debe también v. entender que la vida se compone de fases y que uno ha de cumplir con los cometidos que Dios le ha asignado en este mundo; y el que hubo de tocarme en gracia a mí, ahora lo percibo con perfecta lucidez, no es otro que levantar puentes. Le reconoceré además, y guárdese v. mucho de compartir esto con Madre, que he llegado a alcanzar la firme convicción de que la ingeniería de la obra más compleja del universo es infinitamente más inteligible y asequible al entendimiento que la más simple de las mujeres. Por eso, y pese al cariño que siento por Leonilde y Miguel, hijo de mi propia sangre por obra y gracia de Dios Nuestro Señor, partiré en breve fecha, sin ánimo de regreso, rumbo a la ciudad de Vizcaya donde, me han asegurado, no será difícil hallar empleo en las tareas de construcción de la excelsa obra diseñada por el arquitecto D. Alberto de Palacio y Elissague que unirá las dos márgenes de la ría del Nervión.

Por último, le indico que puede encontrar v. adjunto a estas parcas letras que le escribo en el día de hoy, un pequeño recorte de prensa que no viene a ser otra cosa que la crónica publicada por el diario Faro de Vigo sobre el magnífico acontecimiento vivido ayer a orillas del Miño. Sírvanle a v. dichas palabras, queridísimo hermano, después de todo lo que le he narrado, a modo de epitafio (indigno, eso no se ha de negar) a mi intensa relación de estos años con la fiel Señora Leonilde de Montero y también, en definitiva, con la muy noble y muy leal ciudad de Tuy.

Sin otro particular en que molestar su atención le dará v. memorias de mi parte a Madre y v. reciba las que gusto de este su hermano que más desea verlo que no escribirle y que lo es:

Fabián Montero Rodríguez

Pd. En cuanto disponga yo de unas señas precisas en la capital vascuence se las haré saber a fin de que pueda v. dar cumplimiento a su anhelado propósito de enviarme los dineros legados por Padre.